Viñeta de El Roto. |
Después de leer, con 13 años, La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper, Paul Staines,
decidió que era libertario, alguien que considera que el Estado representa la
mayor amenaza a la libertad individual. A partir de ese momento, quien con el
correr del tiempo se convertirá en el «rey de la blogosfera de derechas»,
iniciará una ascendente carrera que le llevará desde bien joven a codearse con
«un montón de gente poderosa», como David Hart, asesor de Margaret Thatcher, a
quien Staines atribuye orgullosamente haber sido el responsable del «aplastamiento»
del Sindicato Nacional de Mineros durante la decisiva huelga de 1984-85, y con
el que colaborará como asistente personal.
Varios años como corredor de bolsa e inversor en la City y
alguna bancarrota terminarán de acerar un carácter que sus víctimas podrían
juzgar tranquilamente como despiadado pero sin el que sería del todo punto
imposible comprender su papel de azote de la clase política británica con un
estilo que, en la comparación, deja a la prensa sensacionalista a la altura un vídeo
de gatitos.
Pero si Paul Staines, o Guido Fawkes, nom de guerre bajo el que acomete
sus tropelías, es un representante puro del Establishment británico no es por
el pavor que causa entre los políticos del Reino Unido. De hecho, a pesar de
compartir iconografía con Anonymous
―quienes a su modo reivindican la figura de un Fawkes pasado por el tamiz del
personaje ‘V’ de la novela gráfica y película V
de Vendetta, de Alan
Moore―, Staines ni se parece absoluto a lo que podríamos considerar un
«antisistema» ni cree en nada que se aproxime a la fuerza del colectivo. Todo
lo más, podría compartir con estos ciberactivistas cierta visión justiciera y,
por supuesto, conspirativa. Staines, en este sentido, tampoco perdona ni
olvida. Como buen neoliberal la democracia no le entusiasma. De ahí que la
animadversión hacia quienes dicen representarla no pueda ser más que auténtica.
«Mi rabia contra los políticos es genuinamente sincera. Odio a esos putos
ladrones de mierda», afirma mientras apura su copa de vino en «un gastropub
pijo de Harlington».
Sin embargo, esta regla general presenta diversos grados en
su ejecución. De tal modo que su ira, cercana al ensañamiento, se vuelva más
visceral conforme más amenazada sienta su particular visión del mundo, algo que
reconoce sin ambages cuando le espeta a su interlocutor, un joven pero reputado
analista proveniente de la nueva izquierda británica: «Creo que vuestro credo
es maligno». Es lo menos que puede
opinar quien se jacta de representar a los «plutócratas del mundo», quien al
desacreditar a los políticos sabe perfectamente que deslegitima lo que estos
pueden hacer, quien conoce sobradamente que cuanto más domina el dinero la
política menos margen tiene una sociedad –concepto odioso para los de su
escuela― para protegerse de aquellos que pretenden acaparar las mayores cotas
posibles de riqueza. Un «juego ideológico» que solo puede llevarse a cabo con
la complicidad de quienes están instalados en las instituciones, con «esos
putos ladrones de mierda» que participan de una «ideología común» y a los que
figuras como Staines sirven de «escuderos», pues sin ellos ―al tener acceso
directo a la toma de decisiones y encabezar con frecuencia áreas claves del
gobierno― la «gestión» de la democracia podría caer en manos equivocadas.
El Establishment y
sus amigos
Precisamente evitar que esto suceda será una de las principales
misiones del Establishment. El ejemplo de Staines nos sirve apenas para rascar
la superficie del asunto. ¿Pero qué entiende Owen Jones,
nuestro privilegiado observador, por este «término que suele usarse de forma
imprecisa para denominar a “la gente que tiene poder y que no me cae bien”»? Hasta
fechas relativamente recientes, los estudios de las élites, y no nos cabe duda
de que quienes integran el Establishment constituyen una (o varias
entrelazadas), solían centrarse en la relación de supeditación que se
establecía entre la minoría dominante (encarnada por una «clase dirigente») y
la mayoría, relación considerada por muchos como un elemento constante a lo
largo de la historia de las sociedades humanas. El estudio de la lucha por el
poder, desde Platón y
especialmente a partir de Maquiavelo, ha
sido una constante de la ciencia política. Pareto, Mosca y Michels, emblemáticos
representantes de la «teoría clásica de las élites» (o «neomaquiavelista»)
indagaron con desigual profundidad, rigor y fortuna las características de esta
«minoría organizada» llamada a ejercer de un modo inevitable su hegemonía. La
existencia de «un gobierno de élites distinguidas del grueso de la ciudadanía
por su posición social, modo de vida y educación», como subraya Bernard Manin, se habría
mantenido inalterable a lo largo de la historia incluso de los gobiernos
representativos, desde su fundación en Atenas hasta la actualidad. Los
elementos democráticos y oligárquicos, en cantidad y calidad variables habrían
constituido de este modo una especie de centauro difícil de escindir. Sin
embargo, a medida que nuestras sociedades se complejizaron, la división del
trabajo se agudizó y el capitalismo se adentró en su fase industrial, primero,
para abrazar la globalización, más tarde, las relaciones de poder se tornaron a
su vez más poliédricas e inasibles, lo que obligó a ampliar el foco por un lado
del Estado-Nación al sistema-mundo (¿o empresa-mundo?), y de las élites
políticas a los consejos de administración. El establecimiento de
organizaciones trasnacionales, el nacimiento de grandes corporaciones globales,
creó la sensación, con frecuencia justificada, de que en torno nuestra actuaban
fuerzas no solo que escapaban a nuestro control sino que ni siquiera se
prestaban a nuestra mirada, fuerzas poderosas animadas por oscuros, para
algunos, salvíficos, para otros, intereses que desplazaban la tradicional
mirada a «los de arriba» del campo político al económico. El consenso de
postguerra había saltado por los aires y los viejos temores de aquellos
«chiflados», con Friedrich
Hayek a la cabeza, que durante los
primeros días de abril de 1947 se habían dado cita en el pueblecito suizo de
Mont Pélerin alertando de «la pérdida de fe en la propiedad privada y el
mercado competitivo» terminaron de difuminarse ―si aún quedaran dudas tras el
«experimento» de Chile y el ascenso al poder de Thatcher y Reagan― tras la
caída del Muro.
Un aluvión de estudios han analizado desde entonces la
creciente influencia de las corporaciones y la pérdida de poder de unos gobernantes
locales transmutados en meros gestores de un Estado que se habría quedado sin
margen de maniobra, con el consiguiente déficit democrático que tal
transferencia de poder habría acarreado para unas sociedades que asistían
impávidas al derrumbe de sus hasta ayer indiscutidos Estados de Bienestar. Una
concepción que, por otra parte, si bien
en un contexto muy diferente, hunde sus raíces en el Manifiesto del Partido Comunista, concretamente allí donde Marx y Engels afirmaban que
«El Gobierno de un Estado moderno no es más que una junta que administra los
negocios comunes de toda la clase burguesa». Sin embargo, y retomando nuestro
hilo, aunque es evidente que han aumentado de modo significativo las fusiones
corporativas entre las naciones, sería exagerado afirmar que existe una sola
élite financiera global ni que los choques culturales entre países han
desaparecido. El sociólogo Harold Kerbo ya
advirtió hace algunos años «que al margen del grado en que sus negocios se han
hecho globales, los ejecutivos corporativos aún se consideran estadounidenses,
alemanes, japoneses, británicos, etc., y puede ser difícil para ellos escapar a
los sentimientos de lealtad nacional.» En este sentido, uno de los méritos del libro
de Jones es no solo haber puesto su lupa sobre los intereses de quienes dominan
específicamente la sociedad británica ―que pueden coincidir con los de otros
países de su entorno pero que, en cualquier caso, responden a una determinada
mentalidad, cuentan con unos determinados orígenes y presentan nombres y
apellidos concretos―, sino haber sorteado las teorías del complot tan en boga
que pretenden reducir la gobernanza
del mundo a un «poder en la sombra» reunido en algún remoto hotel suizo.
La cuestión de quiénes gobiernan en realidad y qué se
proponen no admite tales simplificaciones. El resultado, por mucho que la
imagen sea sugestiva, no es el simple efecto «de una conspiración organizada de magnates de
los medios de comunicación, grandes empresas y políticos que fuman puros en
reuniones privadas y están confabulados para encontrar la forma de restregar
las caras de los pobres por el fango e incitarlos para que conviertan a sus
vecinos en chivos expiatorios». Como señala el autor, los intereses de quienes
dominan la sociedad británica son dispares y pueden a veces llegar a colisionar
entre ellos. Incluye «a los políticos que crean las leyes; a los barones de los
medios de comunicación que establecen los términos del debate; a las empresas y
a los financieros que dirigen la economía; y a las fuerzas policiales que hacen
cumplir unas leyes amañadas a favor de los poderosos». El Establishment, en
suma, viene a ser «el lugar donde todos esos intereses y esos mundos confluyen,
ya sea de forma consciente o inconsciente.» Un lugar animado por una ideología
compartida que convencionalmente llamamos «neoliberalismo» o «individualismo» y
que, más allá de su pregonada creencia en los llamados mercados libres,
promueve la transferencia de recursos públicos a unos negocios orientados
al máximo beneficio. Una ideología, de raíces profundas, que trata de inculcar
entre la ciudadanía que «quienes están en lo alto de la sociedad merecen
estarlo; que quienes tienen, talento, habilidad y determinación están
destinados a escalar posiciones en la sociedad mientras que, si no consigues
mejorar tus circunstancias, es culpa tuya.»
Expandir esa «base sociopsicológica que hace que la población en general
acepte la desigualdad», en palabras de Kerbo, es tan solo una de las tareas a
las que se dedica el Establishment, designación que, como vemos, trasciende la
noción de élite política corrupta ―causa necesaria, aunque no suficiente, para
su mantenimiento―, al modo descrito por Sergio Rizzo y Gian Antonio Stella en La Casta, donde los
autores nos mostraban un sistema partitocrático, el italiano, profundamente corrompido
a todos los niveles y enfermo de «elefantiasis».
Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Jones sea
complaciente con la política británica. Esos «movimientos efervescentes con
raíces en las comunidades» de los años 50 ó 60, se habrían convertido en «meras
carcasas abandonadas», mientras que los parlamentarios, para el autor, no pasarían
de ser «políticos corporativos, envidiosos de la élite hiperrica que ellos han
ayudado a crear, y frustrados por estar perdiéndose el botín de sus propias
políticas». La codicia generalizada entre la élite empresarial habría infectado,
de este modo, a unos políticos metamorfoseados en representantes de los
intereses privados, tanto dentro como fuera de Westminster. Lo que queremos
subrayar es que la mirada del autor se dirige antes a desmenuzar lo que ya en
su día C. Wright
Mills definió como «élite del poder» que a participar de ciertas visiones reduccionistas
del concepto de «élite extractiva» (Acemoglu y Robinson) que
tienden a equiparar a esta con la clase política de un modo exclusivo. El uso
de «casta» popularizado por Podemos en los últimos tiempos pese a su larga
genealogía, guardaría más relación, especialmente en una primera fase, precisamente
con la segunda de las aproximaciones citadas. Así lo entendieron en Italia, donde un título
como La Casta, demoledor con quienes
acuden a la política para no servir más que a sí mismos, se convirtió en un
superventas en un momento en el que se estaban creando las condiciones, por
ejemplo, para el surgimiento del Movimiento Cinco
Estrellas.
La unidad, en todo caso, de este conglomerado vendría asegurada
por la existencia de esos vasos comunicantes que suponen las «puertas
giratorias». A través de estos agujeros negros ―como también los think tanks― se comunican y entreveran los
mundos político, corporativo y mediático en fecunda mezcolanza. La consecuencia
esta promiscuidad, según documenta Jones a través de una obra que en buena
parte está contada con palabras del propio Establishment, es que «los términos
del debate político vienen dictados en gran medida por los medios de
comunicación que unos pocos propietarios excepcionalmente ricos controlan,
mientras que a los think tanks y a
los partidos políticos los financian individuos ricos e intereses corporativos.
Muchos políticos están en nómina de empresas privadas; junto con los
funcionarios, terminan trabajando para las empresas que operan en sus áreas
políticas, lo que les permite beneficiarse de sus cargos públicos; como es
natural, esto les otorga una inclinación creada en una ideología que promueve
los intereses corporativos. El mundo empresarial se beneficia de sus contactos
con los políticos y los funcionarios, y de su conocimiento de las estructuras
de gobierno y su experiencia, lo cual permite a las empresas privadas
infiltrarse hasta el corazón mismo del poder.»
La lucha por el
«sentido común»
A los lectores españoles, la existencia de este «ecosistema»
que desafía la visión pluralista clásica de la sociedad según la cual un
equilibrio virtuoso del poder es propio de las democracias contemporáneas ―el
propio Robert Dahl, uno de los mayores exponentes de esta teoría, terminaría
corrigiendo tan angelical visión años más tarde― puede resultarnos bastante
familiar. Como también nos sonará próxima la batalla por el discurso, que
precisamente en nuestro país ―no hay que pensar más que en el debate generado
en torno a lo que se ha dado en llamar la Cultura de la Transición― se ha
convertido en campo de batalla político con un desenlace por el momento
incierto. No así en Gran Bretaña, donde «el nuevo sentido común de la política»
habría sido conquistado ―y ahí está la reciente victoria de David Cameron para
confirmarlo― por el Establishment, por esa «casta» capaz de inculcar entre
amplias capas de la población, incluidas las populares, las más castigadas por
la crisis, que fueron las onerosas políticas públicas las que precipitaron la
catástrofe económica y no «un sector financiero mercenario y fuera de control,
en busca de beneficios cada vez mayores». Palabras como «reforma», antaño
asociadas a planteamientos redistributivos o de justicia social, han caído
ahora en la esfera de este nuevo sentido común y son enarboladas para promover
privatizaciones, desregulaciones laborales y, en suma, reducir las prestaciones
públicas. Este «estrecho consenso fanáticamente protegido y vigilado» convierte
cualquier mínimo cuestionamiento del actual sistema en casi una herejía propia
de extremistas o ilusos. Como nos recuerdan a diario a este lado del Canal, y han
escuchado hasta la saciedad en Grecia, «apartarse de los preceptos políticos
vigentes provocaría la cólera de las grandes empresas y del capital, que se
marcharían del país y dejarían la economía paralizada.» Y para quienes se nieguen aún a aceptar estas evidencias, siempre quedarán
las leyes y la policía para disuadir cualquier intento de subvertir el orden.
Valga como ejemplo también muy familiar la aprobación en 2005, de la Ley
Policial y de Delitos Graves, norma que impuso, por ejemplo, serias
restricciones a quienes se manifestaran a menos de un kilómetro de Parliament
Square, la «madre de todos los Parlamentos.»
En este sentido, lo que Owen Jones considera un «fallo
lógico» en el centro del pensamiento del Establishment, esto es, que deteste al
Estado, al tiempo que depende por completo de él para prosperar, terminará
apareciendo como su natural corolario. En el fondo, volviendo al ejemplo con el
que empezábamos, los Staines del mundo ni son amantes del espíritu comercial,
al menos de la noble visión que un Kant tenía de este como instrumento para
asegurar la paz perpetua, ni odian al Estado en sí. O dicho de otro modo, solo
lo odian «idealmente». Estos fanáticos de las bondades del capitalismo saben
que sin el Estado no contarían ni con las infraestructuras necesarias, ni con
una fuerza de trabajo educada gracias a una gran inversión pública, ni con la
protección de la propiedad privada que este asegura al reclamar (con éxito) el
monopolio de la violencia física legítima –por utilizar la célebre expresión de
Max Weber―, que resultan
esenciales para que una economía prospere. Lo que temen, pues, no es el
dirigismo que impida la realización de ese «orden espontáneo», superior,
predicado por los liberales, sino que el Estado interfiera de tal modo que sus
expectativas de ganancia se vean socavadas y que ese «camino de servidumbre»
del que hablaba Hayek se traduzca en una merma de los beneficios del estamento
más privilegiado de la nación. Desean asegurarse, en suma, de que a pesar de
medio siglo de sufragio universal, por utilizar las palabras del propio
Staines/Fawkes, el capital siga encontrando «formas de protegerse de, ya saben,
los votantes».
Denominar, pues, «fantasía» o «estafa» ―al menos
intelectual, si no queremos adentrarnos en el siempre escarpado terreno de la
moral― a esa versión del capitalismo que
dice defender el libre mercado al tiempo que se convierte en dependiente
absolutamente del Estado, no puede ser considerado una exageración. Especialmente
si se hace tras 250 páginas de concienzuda exposición. Si puede llamarse a esto
«socialismo para ricos», como hace el autor, es algo en lo que no entraremos por
grande que sea la tentación. Lo reseñable en este punto es la constatación no ya
de que las empresas, las verdaderas generadores de riqueza, no puedan funcionar
sin la infraestructura (hablamos de las carreteras, aeropuertos, ferrocarriles…
) que promueve ese «obstáculo» a la iniciativa individual que es el Estado, sino
que los procesos de «liberalización» en sectores estratégicos no hayan sido
sino una «fachada para colocar recursos públicos en manos privadas a expensas
de la sociedad». Un caso paradigmático de esta práctica, y al que Jones dedica
bastantes páginas, es el de los ferrocarriles. Aquí el autor se hace eco de un
informe realizado en 2013 por el Centre for
Research on Socio-Cultural Change, que descubrió que la inversión estatal
en los ferrocarriles era hasta seis veces más elevada, en términos reales, que
antes de que estos se privatizaran a mediados de los noventa, y que solamente
entre 2007 y 2011 las cinco mayorías ferroviarias de Reino Unido recibieron
casi tres mil millones de libras en subsidios estatales. Un negocio muy
rentable.
El molesto Estado resulta, de este modo, un incordio, cuando
se trata de recaudar unos impuestos que se eluden convenientemente, pero supone
un aliado fiel y generoso ―aunque esto no lo reconocerían jamás públicamente―
cuando se trata de proteger a las grandes empresas, formar a sus trabajadores e
incluso «rescatar su corazón financiero y suplementar directamente los
beneficios bancarios». Y, sin embargo, en un país en el que los mil individuos
más ricos acumulan fortunas por valor de 520.000 millones de libras al tiempo
que cientos de miles de personas se ven obligadas a hacer cola para comer en
los bancos de alimentos, cuando hablamos de «gorrones» inevitablemente asoma la
imagen de aquellos, personas dependientes, pensionistas, desempleados…, que
dependen para su supervivencia de un Estado de Bienestar sitiado.
El panorama que dibuja el autor de Chavs. La demonización de la clase obrera, título que complementa
al presente, es francamente sombrío, pero sobre todo provoca perplejidad. Se
proyecta Jones hacia un futuro en que la gente vuelva a este periodo y no
termine de creerse cómo aquella próspera élite financiera que contribuyó al
hundimiento económico del país, tras haber recibido un rescate de más de un
billón de libras de dinero público, siguió comportándose como si nada hubiera
pasado; o cómo una élite empresarial que, pese a depender en buena parte de la
generosidad estatal, se negaba en rotundo a aportar impuestos al Estado. Pero,
sobre todo, esos hombres y mujeres del futuro, nuestros descendientes, sugiere
Jones, se admirarán de cómo una sociedad entera permitió que todo esto pasara,
de cómo consideraron «normal, completamente racional y defendible» que las
instituciones gobernadas por la élite lograran desviar la ira de la gente hacia
quienes menos tenían.
Esa conciencia de que un «un sentido común» permanece
enterrado pero latente en algunos hondos estratos de la sociedad es la que
permite al autor mostrarse esperanzado respecto al futuro. Por supuesto hay una
enorme carga de voluntarismo y buena fe en la creencia de que una «revolución
democrática» no ya es solo deseable sino posible. Ese mismo lamento ante la
concentración de la riqueza en manos de una minoría que emerge de El Establishment, ya provocaba rechinar
de dientes entre algunos de los founders
norteamericanos, detractores de los moneyed
interests, pese a que algunos de ellos habían heredado especialmente de
Inglaterra la visión de una sociedad perfectamente escindida en clases que con
los años terminaría produciendo en nuevo suelo un modelo, el de la
teologización del mercado, del que las propias élites británicas se mostrarán
tan orgullosas. En cualquier caso, si algo nos demuestra el ejemplo de los
«chiflados» de Mont Pelèrin es que ideas que en un tiempo podían ser tomadas
por absurdas y extravagantes pueden terminar imponiéndose, creando un nuevo
sentido común tanto más fácil de abrazar cuanto más numerosos sean sus posibles
beneficiarios. En este sentido, luchar en el campo de batalla de las ideas
contra el mantra de que «no existen alternativas», no es una ensoñación utópica,
especialmente cuando, como constata el autor, «el régimen actual nunca se ha
ganado los corazones ni las mentes del pueblo británico». Tornar la aceptación
y la resignación generalizadas en voluntad de cambio es una legítima aspiración
más fácil de enunciar que de concretar, pues, al fin y al cabo, Jones no entra
a valorar cómo se articula «una sociedad organizada a partir de las necesidades
sociales y no hacia los beneficios privados a corto plazo; ni cómo se extiende
la democracia «a todas las esferas de la vida: no solo a la política, (…) sino
también a la economía y al lugar de trabajo». Por supuesto, no es el propósito del libro dar respuesta a estos
interrogantes, ni desgranar, aunque va implícito, el modo en que la desigualdad
provoca unas asimetrías que terminan generando privaciones y un acceso
restringido a esa misma «libertad» que los representantes del Establishment
dicen defender sobre todas las cosas, sino que más bien, a través de la
detallada denuncia de lo que termina configurando la crónica de un expolio, Owen
Jones hace un llamamiento a la reflexión que quiere mover a la acción en un
momento en que la ciudadanía europea, especialmente la de algunos países
periféricos, no solo está cuestionando la legitimidad
del actual modelo de democracia sino que parece dispuesta a dar un paso más
para, tal como hiciera la Antígona de Sófocles, preguntarse
cuáles son los límites de la obediencia y si, en último término, una sociedad
civil erigida en contrapoder no está en disposición de exigir cambiar las bases
sobre las que reposa su consentimiento.
«El poder no hace ninguna concesión a menos que se le
exija», se encarga de recordarnos el autor citando a Frederick Douglass,
un antiguo esclavo afroamericano del siglo XIX convertido en abolicionista y
reformista social. Por eso su admonición final, no exenta de cierta nostalgia y
levantada sobre los hombros de quienes en algún momento utilizaron su poder
colectivo para obtener justicia social, podría resonar de un modo inquietante
para quienes ven en tipos como Paul Staines un modelo a imitar. El Establishment,
dice Jones, haría bien en tomar nota de la historia. «Cada época vive el
espejismo de creerse permanente. Los mismos opositores que, en un momento dado,
parecían risiblemente irrelevantes y fragmentados pueden experimentar cambios
repentinos de fortuna. Ese sentido común que tan en boga está hoy en día puede
convertirse mañana en un sinsentido desacreditado, y con una rapidez
sorprendente.»
Decía Milton
Friedman que «solamente una crisis, ya sea real o percibida, produce un
cambio real. En esos momentos, añadía uno de los padres de la Escuela de
Economía de Chicago, «lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable.»
Sería una ironía más de la Historia que estas mismas palabras se volvieran en
contra de quien las pronunciara después de haber triunfado. Lo que está claro,
y el libro no hace sino ahondar esta impresión, es que las «Furias de los
intereses privados» no lo van a poner fácil.
[Publicado originalmente en fronterad]
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