miércoles, 30 de marzo de 2016

La mala Diputación

La vocación del político de carrera es hacer de cada solución un problema”. Woody Allen

Cuentan que en su lecho de muerte Pío Baroja confesó que se iría al otro mundo sin entender para qué servían dos cosas: las mujeres y las diputaciones provinciales. Antes de esto, el granadino Ángel Ganivet le había escrito a otro vasco,  en este caso a Unamuno, que exceptuando las forales, la mayoría de las demás diputaciones de España no eran sino “focos de mendicidad”. Y el propio Joaquín Costa, en el punto 9º del programa expuesto en su célebre “Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España” ya había apostado sin ambages por la “supresión de las Diputaciones Provinciales y sus sustitución por organismos más amplios”.

Descontando la provocación misógina del autor de Zalacaín el aventurero, no cabe duda de que a pesar del mucho tiempo desde entonces transcurrido –como reza el tango– entre los testimonios citados y nuestro presente, se respira un claro aire de familia entre los juicios críticos, cáusticos en algunos casos, emitidos por estos intelectuales del fin de siglo español y lo que a día de hoy se despacha en el ruedo político contemporáneo. Más aún, este largo intervalo jugaría a favor de los nuevos actores, para quienes la autonomía de las entidades locales y el desarrollo de las comunidades autónomas, habrían venido a robustecer sus argumentos a la hora de poner en solfa una institución que hace ya un siglo era harto cuestionada. 

Porque la Diputación, como es sabido, goza de muy mala reputación, y no paran de elevarse voces reclamando que ha llegado el momento de cargársela. De entre estas, la más tronante, aunque nunca supere los cuarenta decibelios ni para pedir un taxi, la de Albert Rivera, capaz de atraer hacia sus tesis a un PSOE que con Rubalcaba ya había amagado con meterle mano a una institución tan antipática para la mayoría de los ciudadanos.

Porque, efectivamente, no son motivos los que les faltan a quienes piensan que las diputaciones son instituciones arcaicas, derrochadoras y totalmente prescindibles. Y es que sin contar con las tres forales vascas, que no parecen verse cuestionadas, las 38 diputaciones provinciales existentes –hay que recordar que ni las comunidades provinciales ni las islas cuentan con esta figura― cuentan con un presupuesto cercano a los 6.000 millones de euros que la mayoría de los ciudadanos no saben a qué van destinados. Ese déficit de legitimidad democrática que arrastran a causa del proceso de elección indirecta de los diputados –son los concejales quienes los designan– sin duda no ha contribuido a granjearse las simpatías de la población ni a visibilizar la labor de estos entes frente a otras administraciones como la municipal y la autonómica, y no resulta menos evidente que los continuos casos de corrupción que han afectado a conocidos –precisamente por verse envueltos en este tipo de tramas–cargos públicos de los gobiernos provinciales han empeorado más si cabe la débil estima que muchos ciudadanos tenían de una institución que siempre ha sido percibida como ajena y opaca. Si a esto le sumamos la gigantesca deuda que acumulan y el abultado gasto reservado al capítulo de personal, que está estimado entre un 30 y un 50% del presupuesto total, no hace falta haber recibido una carta del Infierno, como el jesuita autor de El Criticón, Baltasar Gracián, para ponerse inmediatamente en guardia, e incluir en el mismo campo semántico de la palabra ‘diputación’ ―especialmente cuando vemos cómo ciertos elefantes políticos locales terminan sentando allí sus reales―, términos como ‘dispendio’, ‘holganza’ o ‘enchufe’.

Así, las cosas, pareciera que Ciudadanos ha sabido poner la vela en la dirección en que sopla el viento al apostar por su supresión inmediata. Su apuesta, además, es contundente. 5.000 millones de ahorro supondrían, por ejemplo, el equivalente al presupuesto destinado este año por el Estado a políticas activas de Empleo. No es una broma. De hecho, supondría, según esta estimación, recortar en más de un 80% el gasto público destinado anualmente las 38 diputaciones mencionadas, de lo que se deduce que Rivera y al parecer Pedro Sánchez ―aunque con matices, como ya veremos― consideran que esos 5.000 millones de más se emplean en “mamandurrias” y que las decenas de miles de personas que trabajan en estos organismos –cerca de 60.000, de las cuales solo algo más de 1.000 son diputados, esto es políticos–  estarían mejor cobrando la renta mínima vital que recoge el solemne pacto de investidura firmado por sus respectivos partidos.

¿Pero es esto así? Pues no exactamente. Para empezar, a pesar de que el papel de las diputaciones fue menguando a medida que el modelo autonómico se consolidaba, la función que desempeñan a la hora de prestar determinados servicios, así como su cooperación con los pequeños municipios en materias como la ejecución y el  mantenimiento de carreteras y caminos, o la construcción de residencias, instalaciones culturales, deportivas, de ocio o incluso sanitarias, no puede ser ignorada. Tampoco, la labor de asesoramiento técnico y jurídico y de asistencia a cientos, si no miles de municipios que por sí solos jamás podrían disponer de recursos propios para acceder a los mismos. Ni que decir tiene que en todo este proceso se producen múltiples duplicidades y solapamientos con otras administraciones, pero ni en este caso podríamos afirmar con tanto desahogo que la labor que las diputaciones desarrollan en ámbitos como el empleo, la formación, o la atención a personas dependientes es menor. Y si no, que le pregunten a las personas que se benefician de tales subvenciones y programas.

Por lo tanto, no hay que haber estudiado en la London School of Economics ―no digamos haber dado clase allí, como Luis Garicano, principal asesor económico de la formación naranja― para darse cuenta de que si en el camión que te recoge el plástico a la puerta de casa pone “Diputación de X”, si la Diputación de X desaparece alguien diferente tendrá que hacerse cargo del camión, del conductor y del plástico. Y que, consecuentemente, o nos hemos perdido algo, o los 5.000 millones de ahorro pronto empiezan a dejar de ser 5.000 millones y a ser menos. ¿Cuánto? No lo sabemos.

Ante tal panorama cabe preguntarse: ¿existe existe en el panorama político alguien dispuesto no ya a dar la cara por salvar a estos nuevos fantasmas de todo lo viejo,  sino siquiera al menos a poner un punto de cordura?  El PP ―que no pierden la oportunidad de recordar, cuenta con una poderosa capacidad de bloqueo en las Cortes― parece más dispuesto a lo primero que a lo segundo y así  ha levantado la voz para salir al rescate de aquello que reivindican como una pieza fundamental de cierta concepción tradicionalista de la arquitectura institucional del Estado de la que, por tanto, se consideran herederos, poco importa que en su origen fuese obra de liberales, y en la que  acumulan una fuerte presencia a nivel estatal de la que no están dispuestos a desprenderse, mucho menos ante el sombrío panorama que parece abrírseles por delante. No de otro modo se podría entender la histeria desatada entre sus filas. Del PSOE, por su parte, no se sabe ya qué esperar. ¿O cómo calificar a un partido que pasa de recoger en su programa electoral la necesidad de modernizar esta administración y “reformular su papel como espacio de encuentro entre los ayuntamientos de menos de 20.000 habitantes”  a, dos meses después, incluir en su un pacto con C´s un punto con la supresión de estos organismos? Si solo fuera esto, la cosa no sería tan grave, pero si hablamos del mismo partido que se permitió con 24 horas de diferencia votar sí a una proposición no de ley (PNL) del PP titulada “Por la defensa de las diputaciones provinciales y municipios de menor tamaño”, después de haber votado el día antes en contra de una moción de similar contenido ―en defensa de las diputaciones― presentada por el PP en el pleno del Senado hay que empezar ya a hablar ya no de ambigüedad sino de verdadero trastorno bipolar. Bien, ¿y Podemos? ¿Cuál es la postura de una fuerza emergente y rupturista en tantos sentidos? Pues a pesar de que la formación morada ha preferido ocupar un discreto papel en este debate,  parece evidente que no está llamada a dar la batalla por defender una institución cuyos órganos políticos son elegidos como lo son, que desprende aunque sea de un modo más simbólico que real ecos centralizadores y que da la sensación de ser más opaca que las negociaciones del TTIP. Una institución además, en la que no cuenta con ninguna presencia institucional. Por si hubiera alguna duda, el programa electoral presentado en las pasadas elecciones ayuda a despejar sus escasas manifestaciones públicas en esta cuestión. Y así, dentro del epígrafe” Nuevo modelo territorial”,  apuntan como uno de los ejes “conceptuales” la “reducción de niveles institucionales ineficientes”, lo que implicaría una “progresiva asunción de las competencias y recursos de las diputaciones provinciales hasta su supresión constitucional”, competencias y recursos que, cabe entender, serían subsumidos por ayuntamientos y comunidades autónomas.

Sin embargo, a pesar de que, como acabamos de ver, en teoría existe una mayoría de fuerzas y de diputados que abogan por la eliminación de estos entes, sigue pendiente de aclaración el modo en que este nuevo modelo territorial pueda consumarse, y en este sentido corresponde especialmente a quienes se han marcado como prioridad su liquidación ―con bastante pirotecnia, dicho sea de paso― explicar cómo y quiénes van a asumir las competencias que una nutrida, si bien es cierto que con frecuencia ambigua, legislación ha desarrollado durante los últimos 37 años. De los 1.000 millones de ahorro de los que hablaba Rubalcaba en 2011 a los 5.000 millones esgrimidos por Rivera y los suyos, media el equivalente a casi tres veces la cantidad asignada en los PGE en materia de becas para 2016. Algo, por tanto, no cuadra y si no quieren ser acusados de demagogos, tanto Ciudadanos como PSOE, sobre todo este último habida cuenta de los continuos vaivenes que están dando los de Ferraz, deberían convenir en que hay que abordar este asunto de un modo bastante más riguroso. Con el mismo rigor que deberían tener quienes aspiran nada menos que a gobernar la cuarta economía de la Eurozona. Decir, en este sentido, que las diputaciones serán eliminadas y sustituidas por Consejos Provinciales de Alcaldes no es decir nada. Y no puede pretenderse acabar con una institución con dos siglos de historia que mal que bien ha conseguido conformarse como una pieza importante en el engranaje del Estado ni a golpe de titulares ni emplazando la exposición de las oportunas medidas necesarias al efecto (que habrán de ser muchas y complejas) a un luego-si-tal-ya-veremos. Hay que preguntarse honradamente si no se pueden ofrecer los mismos servicios por menos, incluso por mucho menos para pasar a continuación a concretar cómo se reconecta todo ese costoso e intrincado cableado vigente con el resto del denso entramado institucional y de qué modo los ayuntamientos o los diferentes organismos de la administración periférica y territorial de las comunidades autónomas van a asumir  los recursos, servicios y competencias actuales para impedir, entre otras cosas, que el hueco que dejen las diputaciones no sea cubierto por una constelación de mancomunidades, consorcios y demás entes desconcentrados participados por el sector público que terminen haciendo un roto donde antes había un descosido. Ah, y por supuesto, hay que dilucidar también cuántos puestos de trabajo se van a quedar por el camino para que ese drástico ahorro anunciado pueda pasar de los dosieres de prensa al papel milimetrado. Cambiando halógenos por led en los edificios públicos tal vez no les llegue.

¿Que este estudio no se ha hecho todavía? Entonces, todo lo demás sobra. ¿Que sí? Pues entonces queremos conocerlo. Porque puede que existan ciudadanos, entre los que me incluyo, que conciban algún punto intermedio entre liquidar las diputaciones y con éstas todo lo que viene detrás, y el “¡Oh, Dios mío, quieren acabar con todos los municipios de menos de 5.000 habitantes!”. Si esto acarrea la abolición de las mismas, bienvenido sea. Pero que no nos tomen el pelo ni traten de ahorrarnos (y de ahorrarse) el esfuerzo de pensar simplificando realidades complejas y hurtándole a la ciudadanía un debate más a riesgo de que terminemos pensando que todo esto no es más que un ejercicio de…. (aquí completar con esa palabra terminada en –reo que Rajoy acaba de aprender y que a la que el DRAE abrió sus puertas junto a ‘internés’ y ‘cocreta’), una nueva muestra de cómo quienes dicen representar un cambio “progresista y reformista” y hablan de hacer una “reforma exprés” (la propia expresión ofende) de la Constitución, incurren en discursos que ya resultaban “renovadores” hace más de un siglo pero que adolecen como muchos de aquellos en una falta de concreción y, en este caso, de una adecuación a una realidad que es sustancialmente diferente. Discursos, por cierto, que denuncian con contundencia el clientelismo y los gastos onerosos de esa “casta” política (naturalmente sin utilizar este término) que anida en las diputaciones y el Senado pero que nunca se cuestionan los sueldos que perciben los representantes públicos ni sus cohortes, no encontrando aquí –más bien al contrario: proponen multiplicar por cuatro el sueldo del presidente del gobierno– una vía sensata de ahorro.

En definitiva, que del mismo modo que no se puede defender pasar de un régimen monárquico a otro republicano sin explicar qué tipo de república proponemos, ni decretar la muerte del Senado por su evidente ineficiencia sin tener en cuenta las posibilidades de esta cámara para desarrollar una verdadera vocación territorial y equilibradora, ni la tradición constitucional de nuestro país (especialmente cuando te ufanas de ser “constitucionalista”), ni el hecho de que nos encontremos ante una institución consolidada en la mayoría de los países de nuestro entorno, tampoco resulta aceptable hacer planteamientos de indudable efecto mediático, pero que solo sirven para enmarañar la discusión, generar falsas expectativas, sembrar la incertidumbre  entra la ciudadanía y, en definitiva, para adulterar un debate público ya de por sí bastante degradado.

lunes, 28 de marzo de 2016

Tormenta en la City: la sociedad, aislada (sobre 'El Establishment', de Owen Jones)

Viñeta de El Roto.

Después de leer, con 13 años, La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper, Paul Staines, decidió que era libertario, alguien que considera que el Estado representa la mayor amenaza a la libertad individual. A partir de ese momento, quien con el correr del tiempo se convertirá en el «rey de la blogosfera de derechas», iniciará una ascendente carrera que le llevará desde bien joven a codearse con «un montón de gente poderosa», como David Hart, asesor de Margaret Thatcher, a quien Staines atribuye orgullosamente haber sido el responsable del «aplastamiento» del Sindicato Nacional de Mineros durante la decisiva huelga de 1984-85, y con el que colaborará como asistente personal.

Varios años como corredor de bolsa e inversor en la City y alguna bancarrota terminarán de acerar un carácter que sus víctimas podrían juzgar tranquilamente como despiadado pero sin el que sería del todo punto imposible comprender su papel de azote de la clase política británica con un estilo que, en la comparación, deja a la prensa sensacionalista a la altura un vídeo de gatitos.

Pero si Paul Staines, o Guido Fawkes, nom de guerre  bajo el que acomete sus tropelías, es un representante puro del Establishment británico no es por el pavor que causa entre los políticos del Reino Unido. De hecho, a pesar de compartir iconografía con Anonymous ―quienes a su modo reivindican la figura de un Fawkes pasado por el tamiz del personaje ‘V’ de la novela gráfica y película V de Vendetta, de Alan Moore―, Staines ni se parece absoluto a lo que podríamos considerar un «antisistema» ni cree en nada que se aproxime a la fuerza del colectivo. Todo lo más, podría compartir con estos ciberactivistas cierta visión justiciera y, por supuesto, conspirativa. Staines, en este sentido, tampoco perdona ni olvida. Como buen neoliberal la democracia no le entusiasma. De ahí que la animadversión hacia quienes dicen representarla no pueda ser más que auténtica. «Mi rabia contra los políticos es genuinamente sincera. Odio a esos putos ladrones de mierda», afirma mientras apura su copa de vino en «un gastropub pijo de Harlington».

Sin embargo, esta regla general presenta diversos grados en su ejecución. De tal modo que su ira, cercana al ensañamiento, se vuelva más visceral conforme más amenazada sienta su particular visión del mundo, algo que reconoce sin ambages cuando le espeta a su interlocutor, un joven pero reputado analista proveniente de la nueva izquierda británica: «Creo que vuestro credo es maligno».  Es lo menos que puede opinar quien se jacta de representar a los «plutócratas del mundo», quien al desacreditar a los políticos sabe perfectamente que deslegitima lo que estos pueden hacer, quien conoce sobradamente que cuanto más domina el dinero la política menos margen tiene una sociedad –concepto odioso para los de su escuela― para protegerse de aquellos que pretenden acaparar las mayores cotas posibles de riqueza. Un «juego ideológico» que solo puede llevarse a cabo con la complicidad de quienes están instalados en las instituciones, con «esos putos ladrones de mierda» que participan de una «ideología común» y a los que figuras como Staines sirven de «escuderos», pues sin ellos ―al tener acceso directo a la toma de decisiones y encabezar con frecuencia áreas claves del gobierno― la «gestión» de la democracia podría caer en manos equivocadas.

El Establishment y sus amigos

Precisamente evitar que esto suceda será una de las principales misiones del Establishment. El ejemplo de Staines nos sirve apenas para rascar la superficie del asunto. ¿Pero qué entiende Owen Jones, nuestro privilegiado observador, por este «término que suele usarse de forma imprecisa para denominar a “la gente que tiene poder y que no me cae bien”»? Hasta fechas relativamente recientes, los estudios de las élites, y no nos cabe duda de que quienes integran el Establishment constituyen una (o varias entrelazadas), solían centrarse en la relación de supeditación que se establecía entre la minoría dominante (encarnada por una «clase dirigente») y la mayoría, relación considerada por muchos como un elemento constante a lo largo de la historia de las sociedades humanas. El estudio de la lucha por el poder, desde Platón y especialmente a partir de Maquiavelo, ha sido una constante de la ciencia política. Pareto, Mosca y Michels, emblemáticos representantes de la «teoría clásica de las élites» (o «neomaquiavelista») indagaron con desigual profundidad, rigor y fortuna las características de esta «minoría organizada» llamada a ejercer de un modo inevitable su hegemonía. La existencia de «un gobierno de élites distinguidas del grueso de la ciudadanía por su posición social, modo de vida y educación», como subraya Bernard Manin, se habría mantenido inalterable a lo largo de la historia incluso de los gobiernos representativos, desde su fundación en Atenas hasta la actualidad. Los elementos democráticos y oligárquicos, en cantidad y calidad variables habrían constituido de este modo una especie de centauro difícil de escindir. Sin embargo, a medida que nuestras sociedades se complejizaron, la división del trabajo se agudizó y el capitalismo se adentró en su fase industrial, primero, para abrazar la globalización, más tarde, las relaciones de poder se tornaron a su vez más poliédricas e inasibles, lo que obligó a ampliar el foco por un lado del Estado-Nación al sistema-mundo (¿o empresa-mundo?), y de las élites políticas a los consejos de administración. El establecimiento de organizaciones trasnacionales, el nacimiento de grandes corporaciones globales, creó la sensación, con frecuencia justificada, de que en torno nuestra actuaban fuerzas no solo que escapaban a nuestro control sino que ni siquiera se prestaban a nuestra mirada, fuerzas poderosas animadas por oscuros, para algunos, salvíficos, para otros, intereses que desplazaban la tradicional mirada a «los de arriba» del campo político al económico. El consenso de postguerra había saltado por los aires y los viejos temores de aquellos «chiflados», con Friedrich Hayek a la cabeza,  que durante los primeros días de abril de 1947 se habían dado cita en el pueblecito suizo de Mont Pélerin alertando de «la pérdida de fe en la propiedad privada y el mercado competitivo» terminaron de difuminarse ―si aún quedaran dudas tras el «experimento» de Chile y el ascenso al poder de Thatcher y Reagan― tras la caída del Muro.

Un aluvión de estudios han analizado desde entonces la creciente influencia de las corporaciones y la pérdida de poder de unos gobernantes locales transmutados en meros gestores de un Estado que se habría quedado sin margen de maniobra, con el consiguiente déficit democrático que tal transferencia de poder habría acarreado para unas sociedades que asistían impávidas al derrumbe de sus hasta ayer indiscutidos Estados de Bienestar. Una concepción que,  por otra parte, si bien en un contexto muy diferente, hunde sus raíces en el Manifiesto del Partido Comunista, concretamente allí donde Marx y Engels afirmaban que «El Gobierno de un Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa». Sin embargo, y retomando nuestro hilo, aunque es evidente que han aumentado de modo significativo las fusiones corporativas entre las naciones, sería exagerado afirmar que existe una sola élite financiera global ni que los choques culturales entre países han desaparecido. El sociólogo Harold Kerbo ya advirtió hace algunos años «que al margen del grado en que sus negocios se han hecho globales, los ejecutivos corporativos aún se consideran estadounidenses, alemanes, japoneses, británicos, etc., y puede ser difícil para ellos escapar a los sentimientos de lealtad nacional.» En este sentido, uno de los méritos del libro de Jones es no solo haber puesto su lupa sobre los intereses de quienes dominan específicamente la sociedad británica ―que pueden coincidir con los de otros países de su entorno pero que, en cualquier caso, responden a una determinada mentalidad, cuentan con unos determinados orígenes y presentan nombres y apellidos concretos―, sino haber sorteado las teorías del complot tan en boga que pretenden reducir la gobernanza del mundo a un «poder en la sombra» reunido en algún remoto hotel suizo.

La cuestión de quiénes gobiernan en realidad y qué se proponen no admite tales simplificaciones. El resultado, por mucho que la imagen sea sugestiva, no es el simple efecto  «de una conspiración organizada de magnates de los medios de comunicación, grandes empresas y políticos que fuman puros en reuniones privadas y están confabulados para encontrar la forma de restregar las caras de los pobres por el fango e incitarlos para que conviertan a sus vecinos en chivos expiatorios». Como señala el autor, los intereses de quienes dominan la sociedad británica son dispares y pueden a veces llegar a colisionar entre ellos. Incluye «a los políticos que crean las leyes; a los barones de los medios de comunicación que establecen los términos del debate; a las empresas y a los financieros que dirigen la economía; y a las fuerzas policiales que hacen cumplir unas leyes amañadas a favor de los poderosos». El Establishment, en suma, viene a ser «el lugar donde todos esos intereses y esos mundos confluyen, ya sea de forma consciente o inconsciente.» Un lugar animado por una ideología compartida que convencionalmente llamamos «neoliberalismo» o «individualismo» y que, más allá de su pregonada creencia en los llamados mercados libres, promueve  la transferencia de  recursos públicos a unos negocios orientados al máximo beneficio. Una ideología, de raíces profundas, que trata de inculcar entre la ciudadanía que «quienes están en lo alto de la sociedad merecen estarlo; que quienes tienen, talento, habilidad y determinación están destinados a escalar posiciones en la sociedad mientras que, si no consigues mejorar tus circunstancias, es culpa tuya.»  Expandir esa «base sociopsicológica que hace que la población en general acepte la desigualdad», en palabras de Kerbo, es tan solo una de las tareas a las que se dedica el Establishment, designación que, como vemos, trasciende la noción de élite política corrupta ―causa necesaria, aunque no suficiente, para su mantenimiento―, al modo descrito por Sergio Rizzo y Gian Antonio Stella en La Casta, donde los autores nos mostraban un sistema partitocrático, el italiano, profundamente corrompido a todos los niveles y enfermo de «elefantiasis».

Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Jones sea complaciente con la política británica. Esos «movimientos efervescentes con raíces en las comunidades» de los años 50 ó 60, se habrían convertido en «meras carcasas abandonadas», mientras que los parlamentarios, para el autor, no pasarían de ser «políticos corporativos, envidiosos de la élite hiperrica que ellos han ayudado a crear, y frustrados por estar perdiéndose el botín de sus propias políticas». La codicia generalizada entre la élite empresarial habría infectado, de este modo, a unos políticos metamorfoseados en representantes de los intereses privados, tanto dentro como fuera de Westminster. Lo que queremos subrayar es que la mirada del autor se dirige antes a desmenuzar lo que ya en su día C. Wright Mills definió como «élite del poder» que a participar de ciertas visiones reduccionistas del concepto de «élite extractiva» (Acemoglu y Robinson) que tienden a equiparar a esta con la clase política de un modo exclusivo. El uso de «casta» popularizado por Podemos en los últimos tiempos pese a su larga genealogía, guardaría más relación, especialmente en una primera fase, precisamente con la segunda de las aproximaciones citadas.  Así lo entendieron en Italia, donde un título como La Casta, demoledor con quienes acuden a la política para no servir más que a sí mismos, se convirtió en un superventas en un momento en el que se estaban creando las condiciones, por ejemplo, para el surgimiento del Movimiento Cinco Estrellas.

La unidad, en todo caso, de este conglomerado vendría asegurada por la existencia de esos vasos comunicantes que suponen las «puertas giratorias». A través de estos agujeros negros ―como también los think tanks― se comunican y entreveran los mundos político, corporativo y mediático en fecunda mezcolanza. La consecuencia esta promiscuidad, según documenta Jones a través de una obra que en buena parte está contada con palabras del propio Establishment, es que «los términos del debate político vienen dictados en gran medida por los medios de comunicación que unos pocos propietarios excepcionalmente ricos controlan, mientras que a los think tanks y a los partidos políticos los financian individuos ricos e intereses corporativos. Muchos políticos están en nómina de empresas privadas; junto con los funcionarios, terminan trabajando para las empresas que operan en sus áreas políticas, lo que les permite beneficiarse de sus cargos públicos; como es natural, esto les otorga una inclinación creada en una ideología que promueve los intereses corporativos. El mundo empresarial se beneficia de sus contactos con los políticos y los funcionarios, y de su conocimiento de las estructuras de gobierno y su experiencia, lo cual permite a las empresas privadas infiltrarse hasta el corazón mismo del poder.»

La lucha por el «sentido común»

A los lectores españoles, la existencia de este «ecosistema» que desafía la visión pluralista clásica de la sociedad según la cual un equilibrio virtuoso del poder es propio de las democracias contemporáneas ―el propio Robert Dahl, uno de los mayores exponentes de esta teoría, terminaría corrigiendo tan angelical visión años más tarde― puede resultarnos bastante familiar. Como también nos sonará próxima la batalla por el discurso, que precisamente en nuestro país ―no hay que pensar más que en el debate generado en torno a lo que se ha dado en llamar la Cultura de la Transición― se ha convertido en campo de batalla político con un desenlace por el momento incierto. No así en Gran Bretaña, donde «el nuevo sentido común de la política» habría sido conquistado ―y ahí está la reciente victoria de David Cameron para confirmarlo― por el Establishment, por esa «casta» capaz de inculcar entre amplias capas de la población, incluidas las populares, las más castigadas por la crisis, que fueron las onerosas políticas públicas las que precipitaron la catástrofe económica y no «un sector financiero mercenario y fuera de control, en busca de beneficios cada vez mayores». Palabras como «reforma», antaño asociadas a planteamientos redistributivos o de justicia social, han caído ahora en la esfera de este nuevo sentido común y son enarboladas para promover privatizaciones, desregulaciones laborales y, en suma, reducir las prestaciones públicas. Este «estrecho consenso fanáticamente protegido y vigilado» convierte cualquier mínimo cuestionamiento del actual sistema en casi una herejía propia de extremistas o ilusos. Como nos recuerdan a diario a este lado del Canal, y han escuchado hasta la saciedad en Grecia, «apartarse de los preceptos políticos vigentes provocaría la cólera de las grandes empresas y del capital, que se marcharían del país y dejarían la economía paralizada.»  Y para quienes se nieguen aún  a aceptar estas evidencias, siempre quedarán las leyes y la policía para disuadir cualquier intento de subvertir el orden. Valga como ejemplo también muy familiar la aprobación en 2005, de la Ley Policial y de Delitos Graves, norma que impuso, por ejemplo, serias restricciones a quienes se manifestaran a menos de un kilómetro de Parliament Square, la «madre de todos los Parlamentos.»

En este sentido, lo que Owen Jones considera un «fallo lógico» en el centro del pensamiento del Establishment, esto es, que deteste al Estado, al tiempo que depende por completo de él para prosperar, terminará apareciendo como su natural corolario. En el fondo, volviendo al ejemplo con el que empezábamos, los Staines del mundo ni son amantes del espíritu comercial, al menos de la noble visión que un Kant tenía de este como instrumento para asegurar la paz perpetua, ni odian al Estado en sí. O dicho de otro modo, solo lo odian «idealmente». Estos fanáticos de las bondades del capitalismo saben que sin el Estado no contarían ni con las infraestructuras necesarias, ni con una fuerza de trabajo educada gracias a una gran inversión pública, ni con la protección de la propiedad privada que este asegura al reclamar (con éxito) el monopolio de la violencia física legítima –por utilizar la célebre expresión de Max Weber―, que resultan esenciales para que una economía prospere. Lo que temen, pues, no es el dirigismo que impida la realización de ese «orden espontáneo», superior, predicado por los liberales, sino que el Estado interfiera de tal modo que sus expectativas de ganancia se vean socavadas y que ese «camino de servidumbre» del que hablaba Hayek se traduzca en una merma de los beneficios del estamento más privilegiado de la nación. Desean asegurarse, en suma, de que a pesar de medio siglo de sufragio universal, por utilizar las palabras del propio Staines/Fawkes, el capital siga encontrando «formas de protegerse de, ya saben, los votantes».

Denominar, pues, «fantasía» o «estafa» ―al menos intelectual, si no queremos adentrarnos en el siempre escarpado terreno de la moral―  a esa versión del capitalismo que dice defender el libre mercado al tiempo que se convierte en dependiente absolutamente del Estado, no puede ser considerado una exageración. Especialmente si se hace tras 250 páginas de concienzuda exposición. Si puede llamarse a esto «socialismo para ricos», como hace el autor, es algo en lo que no entraremos por grande que sea la tentación. Lo reseñable en este punto es la constatación no ya de que las empresas, las verdaderas generadores de riqueza, no puedan funcionar sin la infraestructura (hablamos de las carreteras, aeropuertos, ferrocarriles… ) que promueve ese «obstáculo» a la iniciativa individual que es el Estado, sino que los procesos de «liberalización» en sectores estratégicos no hayan sido sino una «fachada para colocar recursos públicos en manos privadas a expensas de la sociedad». Un caso paradigmático de esta práctica, y al que Jones dedica bastantes páginas, es el de los ferrocarriles. Aquí el autor se hace eco de un informe realizado en 2013 por el Centre for Research on Socio-Cultural Change, que descubrió que la inversión estatal en los ferrocarriles era hasta seis veces más elevada, en términos reales, que antes de que estos se privatizaran a mediados de los noventa, y que solamente entre 2007 y 2011 las cinco mayorías ferroviarias de Reino Unido recibieron casi tres mil millones de libras en subsidios estatales. Un negocio muy rentable.

El molesto Estado resulta, de este modo, un incordio, cuando se trata de recaudar unos impuestos que se eluden convenientemente, pero supone un aliado fiel y generoso ―aunque esto no lo reconocerían jamás públicamente― cuando se trata de proteger a las grandes empresas, formar a sus trabajadores e incluso «rescatar su corazón financiero y suplementar directamente los beneficios bancarios». Y, sin embargo, en un país en el que los mil individuos más ricos acumulan fortunas por valor de 520.000 millones de libras al tiempo que cientos de miles de personas se ven obligadas a hacer cola para comer en los bancos de alimentos, cuando hablamos de «gorrones» inevitablemente asoma la imagen de aquellos, personas dependientes, pensionistas, desempleados…, que dependen para su supervivencia de un Estado de Bienestar sitiado.

El panorama que dibuja el autor de Chavs. La demonización de la clase obrera, título que complementa al presente, es francamente sombrío, pero sobre todo provoca perplejidad. Se proyecta Jones hacia un futuro en que la gente vuelva a este periodo y no termine de creerse cómo aquella próspera élite financiera que contribuyó al hundimiento económico del país, tras haber recibido un rescate de más de un billón de libras de dinero público, siguió comportándose como si nada hubiera pasado; o cómo una élite empresarial que, pese a depender en buena parte de la generosidad estatal, se negaba en rotundo a aportar impuestos al Estado. Pero, sobre todo, esos hombres y mujeres del futuro, nuestros descendientes, sugiere Jones, se admirarán de cómo una sociedad entera permitió que todo esto pasara, de cómo consideraron «normal, completamente racional y defendible» que las instituciones gobernadas por la élite lograran desviar la ira de la gente hacia quienes menos tenían.

Esa conciencia de que un «un sentido común» permanece enterrado pero latente en algunos hondos estratos de la sociedad es la que permite al autor mostrarse esperanzado respecto al futuro. Por supuesto hay una enorme carga de voluntarismo y buena fe en la creencia de que una «revolución democrática» no ya es solo deseable sino posible. Ese mismo lamento ante la concentración de la riqueza en manos de una minoría que emerge de El Establishment, ya provocaba rechinar de dientes entre algunos de los founders norteamericanos, detractores de los moneyed interests, pese a que algunos de ellos habían heredado especialmente de Inglaterra la visión de una sociedad perfectamente escindida en clases que con los años terminaría produciendo en nuevo suelo un modelo, el de la teologización del mercado, del que las propias élites británicas se mostrarán tan orgullosas. En cualquier caso, si algo nos demuestra el ejemplo de los «chiflados» de Mont Pelèrin es que ideas que en un tiempo podían ser tomadas por absurdas y extravagantes pueden terminar imponiéndose, creando un nuevo sentido común tanto más fácil de abrazar cuanto más numerosos sean sus posibles beneficiarios. En este sentido, luchar en el campo de batalla de las ideas contra el mantra de que «no existen alternativas», no es una ensoñación utópica, especialmente cuando, como constata el autor, «el régimen actual nunca se ha ganado los corazones ni las mentes del pueblo británico». Tornar la aceptación y la resignación generalizadas en voluntad de cambio es una legítima aspiración más fácil de enunciar que de concretar, pues, al fin y al cabo, Jones no entra a valorar cómo se articula «una sociedad organizada a partir de las necesidades sociales y no hacia los beneficios privados a corto plazo; ni cómo se extiende la democracia «a todas las esferas de la vida: no solo a la política, (…) sino también a la economía y al lugar de trabajo». Por supuesto, no es  el propósito del libro dar respuesta a estos interrogantes, ni desgranar, aunque va implícito, el modo en que la desigualdad provoca unas asimetrías que terminan generando privaciones y un acceso restringido a esa misma «libertad» que los representantes del Establishment dicen defender sobre todas las cosas, sino que más bien, a través de la detallada denuncia de lo que termina configurando la crónica de un expolio, Owen Jones hace un llamamiento a la reflexión que quiere mover a la acción en un momento en que la ciudadanía europea, especialmente la de algunos países periféricos, no solo está cuestionando la legitimidad del actual modelo de democracia sino que parece dispuesta a dar un paso más para, tal como hiciera la Antígona de Sófocles, preguntarse cuáles son los límites de la obediencia y si, en último término, una sociedad civil erigida en contrapoder no está en disposición de exigir cambiar las bases sobre las que reposa su consentimiento

«El poder no hace ninguna concesión a menos que se le exija», se encarga de recordarnos el autor citando a Frederick Douglass, un antiguo esclavo afroamericano del siglo XIX convertido en abolicionista y reformista social. Por eso su admonición final, no exenta de cierta nostalgia y levantada sobre los hombros de quienes en algún momento utilizaron su poder colectivo para obtener justicia social, podría resonar de un modo inquietante para quienes ven en tipos como Paul Staines un modelo a imitar. El Establishment, dice Jones, haría bien en tomar nota de la historia. «Cada época vive el espejismo de creerse permanente. Los mismos opositores que, en un momento dado, parecían risiblemente irrelevantes y fragmentados pueden experimentar cambios repentinos de fortuna. Ese sentido común que tan en boga está hoy en día puede convertirse mañana en un sinsentido desacreditado, y con una rapidez sorprendente.» 

Decía Milton Friedman que «solamente una crisis, ya sea real o percibida, produce un cambio real. En esos momentos, añadía uno de los padres de la Escuela de Economía de Chicago, «lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable.» Sería una ironía más de la Historia que estas mismas palabras se volvieran en contra de quien las pronunciara después de haber triunfado. Lo que está claro, y el libro no hace sino ahondar esta impresión, es que las «Furias de los intereses privados» no lo van a poner fácil.


[Publicado originalmente en fronterad]