sábado, 2 de septiembre de 2017

Gracias de qué


Corría el mes de julio cuando una noticia se abría paso a través de los medios de comunicación. Tenía por protagonista a una multinacional francesa. El motivo: haber establecido por convenio el derecho de los trabajadores a no atender el móvil ni el correo electrónico fuera del horario laboral.

Las reacciones a la información, que alcanzó cierta resonancia en los días previos al descubrimiento del filón de la ‘turismofobia’ y a la convulsión por los atentados de Cataluña, no se hicieron esperar. Los responsables de comunicación y recursos humanos de la marca, menudo tanto, se emplearon a fondo para explicar cómo esto era un paso más dentro de la decidida política de la empresas para favorecer la conciliación de la vida laboral y familiar, etcétera; analistas y tertulianos de todo pelaje destacaban el importante precedente que acaba de sentarse, elevando la medida a la categoría de hito; y en general se rezumaba un clima general de satisfacción, incluso de agradecimiento. En una pieza informativa de un noticiario televisivo un grupo variopinto de veraneantes reconocían desde la playa o la piscina que tenían que atender llamadas de teléfono, contestar mails y, en fin, aprovechar las vacaciones para adelantar curro. Unos eran trabajadores por cuenta propia. No les quedaba otra. Otros eran trabajadores por cuenta ajena. Y no les quedaba otra. Para los clientes -"consumidores totales, que se llama ahora"- que todos somos el mundo se acaba a cada rato. Lo que quiere decir que no se puede parar en ningún momento.

Sin embargo, lo que la opinión publicada no se cuestionaba era qué es lo que realmente había que agradecer. ¿Que se cumpliera el Estatuto de los Trabajadores? ¿El derecho a no ser explotados? ¿O el derecho graciable a unas vacaciones remuneradas? Porque, ¿qué es sino el miedo a perder a un cliente en el caso del autónomo, o el de perder a su único proveedor, en el caso del asalariado, en definitiva a perder el sustento, lo que lleva a cualquiera a responder un correo o un whatsapp a las diez de la noche, o un domingo, o estando de vacaciones, cuando en la generalidad de los casos esto es algo que no viene estipulado en ninguna cláusula del contrato? Algunos hallarán una respuesta -los defensores de la gestación altruista son muy proclives a este tipo de razonamientos- en el sentido de la responsabilidad, o el deseo de hacer méritos, o incluso en la solidaridad hacia un empleador (no es el caso de una multinacional, desde luego) que en muchos casos tiene igualmente que hacer malabares para llegar a final de mes. ¡Incluso en la adicción al trabajo por parte de muchos!, descritos así como enfermos que necesitasen tratamiento. En todo caso, en alguna modalidad derivada de la libertad del trabajador para hacer o no hacer y obrar en conciencia. Sin embargo, ¿qué clase de libertad es esa que al final de uno de los caminos posibles te está franqueando la puerta de la oficina del paro?

El anuncio -sí, esto también sucedió este verano- coincidía temporalmente con unas declaraciones de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, en las que afirmaba que este año no se iba a tomar vacaciones, porque le gusta trabajar en agosto y que esta era una alternativa como otra cualquiera. Unas palabras que merecieron el reproche más falso de la historia de los reproches falsos por parte de la ministra de Trabajo Fátima Báñez y que hubieron de producir disimulados suspiros libidinosos entre los grandes empresarios de nuestro país, indiferentes al hecho de que el 40% de los españoles, con o sin trabajo, no se puedan permitir irse una semana de vacaciones. A diferencia de la anterior, por provenir de un político en activo, esta noticia sí generó un gran revuelo mediático, aunque en el fondo no era más que otro síntoma de la misma enfermedad.

Que no tomarse vacaciones llegue a ser percibido como una alternativa perfectamente razonable al margen de lo que dice la legislación laboral; es más, que llegue a ser incluso motivo de encomio, empuja en una dirección muy concreta. La misma hacia la que conduce que grandes empresas, medios de comunicación y sindicatos vendan como una conquista lo que se suponía que eran derechos alcanzados tras ser duramente peleados hace décadas: el derecho a la jornada laboral de 40 horas semanales; el derecho al descanso; el derecho, en definitiva, a una vida digna y a la autorrealización personal. Una y otra son manifestaciones del modo en que la ideología dominante nos ha calado los huesos y nos alejan no ya de la recuperación de los derechos perdidos en los últimos años, sino de un escenario de emancipación respecto de un mundo del trabajo que incluso en las sociedades supuestamente avanzadas, además de tomar por asalto nuestra subjetividad, extiende bajo nuestros pies confundido con su lógica 24/7 un verdadero camino de servidumbre.