miércoles, 19 de octubre de 2016

¿Hacia un Podemos anfibio o bífido?



El pasado lunes nuestro círculo quiso sumarse a la campaña contra la pobreza energética impulsada por la secretaría de Sociedad Civil de Podemos. Nos parecía que ante la llegada del invierno no podíamos quedarnos impasibles frente a la situación de extrema vulnerabilidad en la que viven millones de personas al tiempo que la factura de la luz y los beneficios de las eléctricas no paran de crecer. La idea de visibilizar a las víctimas y de señalar a los verdugos de tal situación, fue, por lo tanto, bien acogida y pensamos en convocar una concentración en Torre del Mar e instalar una mesa para acercar a nuestros vecinos esa información que rara vez aparece en los titulares de los grandes medios de comunicación. Sin embargo, un imprevisto se cruzó entre nuestras buenas intenciones y nuestro objetivo. Por mor de la entrada en vigor el pasado 1 de octubre de la nueva ley de Procedimiento Administrativo, la comunicación del acto remitida a Subdelegación se quedó en el limbo y cuando –viendo que no llegaba la autorización– quisimos reaccionar estábamos dentro del plazo preceptivo de diez días para cursar el escrito. De nada sirvió argumentar que habíamos enviado un primer fax en tiempo y forma. El cacharro había sido apagado y no había motivo que justificara la urgencia de solicitar por el conducto reglamentario –el registro electrónico– la autorización para un acto de estas características.

Evidentemente nos llevamos un chasco. Habíamos impreso ya las octavillas, el acto había sido convocado públicamente y hasta algún medio local, cosa infrecuente, se había hecho eco de la iniciativa. Pero he de reconocer que algunos interiormente respiramos con alivio. ¿Y esto? Pues por la sencilla razón de lo que estaba llamado a ser un fracaso, esto es, una concentración que no habría reunido en el mejor de los casos más que a unas decenas de personas en un paseo en el que caben 5.000, terminó resultando un éxito, al congregar a una decena de elementos "subversivos". Me explico. Tras informar internamente de lo que había sucedido –no quisimos disuadir a quien se hubiese enterado por los medios o por nuestras redes sociales, de modo que oficialmente el acto no se desconvocó-, asumimos que seríamos algunos menos los asistentes, pero conseguimos reunir a unos pocos de los “imprescindibles” para hacer acto de presencia aunque fuese con carácter simbólico y de paso repartir furtivamente algunas octavillas y atender a quien fuese que hubiese decidido acudir desconociendo la chapuza burocrática reseñada. De este modo pudimos convertir en algo entrañable lo que de otro modo, aunque previsible, solo habría generado frustración.

Llegados a este punto, no podemos avanzar sin preguntarnos por qué estaba condenada la concentración al fracaso. Al fin y al cabo, ¿no estamos de acuerdo en que la pobreza repele a cualquier persona con capacidad para desarrollar empatía por los demás, ya sea por analogía con situaciones vividas de cerca o en abstracto? ¿No tiene la gente suficiente información acerca de los abusos de las eléctricas, de las puertas giratorias, etc.? ¿Y no podría decirse que el sentido común mayoritario consideraría la cláusula: “Las eléctricas nos roban con el permiso del Gobierno”, como diría Echenique, una “verdad del pueblo de tipo 1”, esto es, de esas que generan adhesión en torno al que se atreve a amplificarlas en público y ponen por tanto en peligro el sistema de privilegios? Si además sabemos que en Granada el pasado domingo se citaron más de 50.000 personas para denunciar la fusión hospitalaria, o que la razón por la cual el TTIP no ha sido aprobado todavía es gracias a la acción de la ciudadanía particularmente del norte de Europa, esto es, si sabemos que el "protagonismo popular" es más que un eslogan, ¿a qué este pesimismo que nos llevaba a augurar que en un municipio de 80.000 habitantes con una tercera parte de su población en riesgo de exclusión social, apenas un puñado de personas se reunirían para mostrar su repulsa ante esta lacerante injusticia?

Dejemos a un lado como posibles causas el hecho de que evidentemente existe una parte de la sociedad a la que le trae sin cuidado lo que le pasa al prójimo (esa parte que piensa que los inmigrantes tienen que irse a su país y que la gente es pobre porque quiere); descartemos el hecho de que otra mucha gente pudo no haberse enterado dados nuestros limitados medios de difusión; descartemos la mala hora (las 5 de la tarde) y la falta de disponibilidad de una considerable fracción de las personas que pudieran haber estado interesadas. Bien, ahora: ¿por qué una concentración convocada por un círculo de Podemos en un municipio como el nuestro para pedir la prohibición  de los cortes de suministro eléctrico en invierno no podía salir “bien”?. En mi opinión, más allá de que existan cosas que seguro que podríamos haber hecho mejor, se mezclan varios factores, no siendo el menor la falta de una conciencia de movilización por parte de nuestra sociedad, que hace que casi siempre seamos los mismos en todas las manifestaciones que tengan que ver con la pérdida de derechos de colectivos en ocasiones muy amplios, de millones de personas, con independencia de quien realice el llamamiento. 

Esta situación, se evidencia de manera muy particular en ciudades pequeñas y pueblos como Vélez-Málaga, grandes pero muy dispersos, donde, a diferencia de Madrid o Barcelona, solo pueden verse juntas a más de 100 personas en la calle con motivo de alguna fiesta popular. Pero junto a esto, que merecería una reflexión más sosegada, existe una parte de responsabilidad que concierne al convocante. Una parte de la misma deriva de la percepción que tienen de nosotros y que está configurada por la imagen que proyectan los medios, desde luego. A este respecto, para mucha gente seguimos siendo esos extremistas que van a quitarles la segunda vivienda, freírles a impuestos y, en definitiva, a sumir el país en el caos. Otra parte, no pequeña, tiene que ver con el hecho de que Podemos podrá ser el partido más horizontal y democrático del mundo, pero por más atributos que le peguemos no dejará de ser un grupo de personas unidas con el fin de promover, mediante sus esfuerzos conjuntos, el interés nacional, sobre la base de algún principio particular en el que todos ellas coincidan", por seguir la clásica y, como todas las demás, incompleta definición de partido de Burke. Y este sambenito, que por sí solo ya genera enormes reticencias entre la población (con base o sin ella, para muchos ya integramos el “todos son iguales”), en  nuestro caso se agrava por la inconveniencia que supone relacionarse, no digamos en público, con los moraos.  Quienes dependen (o aspiran a depender) para su subsistencia del poder local, o simplemente aquellos profesionales que intentan sacar adelante sus pequeñas empresas –gente toda esta a la que convendría no criminalizar, pues son en primer lugar víctimas de un estado de cosas en el que salir adelante sin participar de alguna u otra forma de clientelismo es casi una heroicidad– saben, con buenas razones, que socialmente no está bien visto juntarse con quienes amenazan el statu quo.  Y en tercer lugar, Podemos, por mucho que nos duela, tiene el “músculo militante” agotado. Y lo tiene porque ese órgano está formado por personas que se cansan y que sufren el desgaste lógico de más de dos años corriendo sin llegar a haberse atado los cordones. Por eso, tras varios procesos electorales externos e internos que han sometido a un enorme estrés físico y emocional incluso a los militantes más motivados, pretender lanzar a una ofensiva callejera a la organización –cuando los escasos círculos que funcionan con cierta regularidad carecen de los mínimos recursos, y no hablo solo ni principalmente de los económicos, necesarios para desarrollar su actividad– parece tan poco realista como suponer que el tono con el que hable cada uno va a condicionar significativamente nuestras expectativas electorales. Especialmente cuando se extiende la sensación (sobre esto volveré más adelante) de que nos tratan como a peones de una partida que se juega en otro sitio.

Dicho todo esto, se preguntará quien haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí, a qué venía entonces lo de sumarse a la concentración del pasado lunes sabiendo que iba a ser un “fiasco”. Podría responder taxativamente que por el mero hecho de que era necesario y justo. Y no faltaría a la verdad. Pero sería una respuesta incompleta si no añadiera seguidamente que es porque se enmarca dentro de la línea del trabajo que venimos desarrollando en el último año y medio. Un trabajo, lo reconozco, que tiene más de intuitivo que de proyección teórica y que no obedece a ningún recordatorio ni toque de rebato, sino al convencimiento de que, con independencia de asumir que la vía de la movilización es angosta, solo a través de una cadena continuada (y coherente) de acciones en muchos terrenos podremos ir permeando poco a poco en nuestro entorno a través de una labor constante de irrigación. Por eso salimos a la calle regularmente para informar del TTIP, del mundo rural o de políticas de igualdad. Por eso nos sumamos a las concentraciones en defensa de los derechos de las personas migrantes o nos manifestamos el 1º de mayo. Y por eso no hemos parado de organizar, con más o menos éxito, ciclos de charlas, docufórums y encuentros populares. Porque más allá de que los ríos se compongan de gotas, es necesario que haya rostros detrás de los lemas. Y más importante aún, porque esto nos da la oportunidad de conocer un poco mejor a nuestros vecinos, de escucharles y ser escuchados.

Para mí esta es solo una parte de eso que llaman “estar en la calle” y que solo puntualmente coincide con el hecho de participar de una marcha o algo parecido. Y digo “estar” y no “volver”, porque nunca nos fuimos. Desde que un día decidimos que ya era hora de dejar de mirarnos el ombligo enredados en debates circulares y proclamaciones solemnes que no conducían a nada, que empoderarse y ser útiles era algo más que hablar del Nuevo Orden Mundial y que había empezar a hacer política de verdad, política de proximidad –no sindicalismo, no asociacionismo, actividades laterales a las que algunos también consagramos parte de nuestro tiempo-, tuvimos claro que ni podíamos limitarnos a repetir las consignas que nos llegaban fabricadas ni podíamos hacer de las redes sociales –a las que también les damos especial relevancia dada la penumbra, decir 'apagón' sería demasiado, informativa en la que nos desenvolvemos- el motor de nuestra actividad. La otra parte de ese “estar en la calle” tiene que ver con la necesidad de recabar las demandas de la ciudadanía, ya fuese organizada o a título particular. Por eso hay que estar con E., para saber qué pasa con su casa; con F., para ver por qué no tiene derecho a esa ayuda; con C., para que nos cuente cómo se están cargando ese paraje que es la razón de su vida. Y aquí también hemos probado el amargo sabor de comprobar, por las razones anteriormente esbozadas, cómo algunos de esas personas o colectivos a los que pretendíamos tender la mano se mostraban esquivos o nos daban la espalda. Con todo su derecho.

Afortunadamente, no siempre ha sido así y entre las grandes satisfacciones que este periodo nos ha dado, se encuentra la de haber contribuido a solucionar algún problema real. Poca cosa, es cierto, para un partido que en un ataque de responsabilidad -hablo ahora específicamente de nuestro círculo- decidió no presentarse a las pasadas elecciones locales, pero suficiente para saber que sí se puede. Pienso en la situación del Conservatorio de Torre del Mar, que demandaba un profesor y medio para poder evitar que sus jóvenes alumnos tuviesen que desplazarse cuarenta kilómetros para continuar sus estudios (lo que obligaba a muchos a abandonarlos), tal y como les habían prometido la Junta de Andalucía y el Ayuntamiento, y que en parte –pues el mérito le corresponde en un 99% al colectivo de madres y padres del centro gracias a nuestra intervención y al trabajo de mediación con otras fuerzas desarrollado por nuestros diputados autonómicos, pudo encontrar una salida favorable. En este caso, la secuencia fue completa. Pues tras manifestarnos junto al colectivo, apoyarlo públicamente y tomar nota de sus demandas, pudimos llevar el asunto allí donde en última instancia se solucionan los problemas.

Se trata el anterior de un ejemplo minúsculo que demuestra cuán simplificadora es esa dicotomía entre calles e instituciones que tanto ha dado que hablar en los últimos tiempos y que no sabemos si servirá para cavar trincheras en la sociedad civil, pero que corre el riesgo de abrir una absurda grieta dentro de Podemos. Leyendo la cantidad de tuits y artículos aparecidos en las últimas semanas a este respecto no pude evitar acordarme de un pasaje de En defensa del populismo de Carlos Fernández Liria que creo oportuno refrescar aquí:

“Hay quien dice desde la izquierda  que las instituciones son un peligro y que lo que hay que hacer es estar en la calle. Eso está muy bien y, desde luego, cuando se está en las instituciones hay que seguir en la calle. Pero conviene recordar que lo de estar en la calle no tiene nada de nuevo. Llevamos dos décadas en la calle. Ha habido años que hemos tenido una manifestación o dos a la semana, una huelga o dos al trimestre. Volvíamos a casa contentos porque habíamos sido muchos, y cabizbajos porque no nos habían hecho ni caso. Y así todo el rato. Lo nuevo no es estar en la calle, eso ya lo habíamos probado y lo vamos a seguir probando, por la cuenta que nos trae. Lo que sí que es una novedad es tener diputados, concejales y alcaldes en las instituciones. Eso no lo habíamos ensayado demasiado”.

Las palabras del filósofo no impiden, más bien al contrario, que haya que estar atentos ante cualquier dinámica de oligarquización o de cartelización que terminen convirtiendo al partido, como bien advierte en este sentido Pablo Iglesias en una de las entrevistas más serias que ha ofrecido en los últimos meses, en una "trituradora de belleza". La segunda posibilidad (en la que se encuentra instalado el PSOE) es más difícil que se dé a corto o medio plazo, aunque es cierto que de la primera (la burocratizante) ya han aparecido claros síntomas que habría que contener antes que una lealtad mal entendida termine convirtiendo la agregación de legítimas afinidades tácticas, estratégicas o ideológicas en facciones y a los “séquitos triunfantes” –como diría Weber- en “grupos completamente ordinarios de prebendados”,  relegando de camino a los perdedores de la competición y a los “no alineados” a los márgenes de la irrelevancia. Lo que costaría trabajo entender, por lo tanto, es que en un año y pico –no importa cuán frustrante pueda resultar la demoníaca lógica institucional– nos hubiésemos cansado de los sillones cuando estamos a gran distancia aún de haber adquirido la capacidad necesaria para poder plantarle cara indoor a las maquinarias de los hoy todavía dos grandes partidos. Equivaldría regalarle a un PSOE que se desmorona un papel de primera fuerza de la oposición que la calle no nos va a dar aun cuando en vez de movilizar a un 1% de la población consiguiéramos arrastrar a un 5.

Podemos, en este sentido, debe aspirar a ser ese partido “anfibio”, como lo ha definido Errejón en feliz expresión,  que actué de modo permanente de correa de transmisión entre un palpitante “afuera” y un laberíntico y agotador pero fundamental “adentro” . Pisar asfalto o tierra, por un lado, y pisar moqueta, por el otro, no pueden ser vistos como campos separados a menos que lo que pretendamos en última instancia es convertirnos más bien en un partido “bífido” en el que todo lo dicotomicemos en torno a cómodas etiquetas: radicales/moderados; duros/tibios;  Bruce Springsteen/Coldplay; puño/V de victoria; camisa de cuadros/chaqueta; Hacemos/Vamos; Iglesias/Errejón... Aprender que todas las batallas forman parte de una misma guerra es aprender también con la encomiable PAH, no solo que es necesario tener a un pueblo detrás que empuje (la cuestión que aquí no cabe siquiera esbozar es cómo se construye ese pueblo ni si virando en un determinado sentido no nos estaremos poniendo las cosas más difíciles a nosotros mismos y, por lo tanto, a quienes están esperando que les ofrezcamos soluciones), sino cómo cientos de miles de firmas se pueden ir por el desagüe si no articulamos las mayorías suficientes allí donde un minoría toma las decisiones. Mirarse en el espejo de Ada Colau a este respecto tal vez no sea mala cosa. Saber que hay que estar a las puertas de los CIE, pero que, con toda su fuerza icónica, ahí solo empieza todo. Tener claro que la ética de la convicción si no viene  acompañada la ética de la responsabilidad, no solo no nos llevará a la victoria –victoria que siempre será provisional y precaria, no lo olvidemos-, sino que representa un pasaporte seguro a la melancolía. 

Por eso, si me preguntaran si volvería a salir a protestar contra la pobreza energética diría que sí, que sin dudarlo. Del mismo modo que si tuviera que opinar sobre la necesidad de que nuestros cargos públicos estén en los conflictos, diría que también, por supuesto. Cada uno, a su escala, está ayudando a visibilizar las injusticias, a crear conciencia y a tonificar el cansado músculo popular, fortaleciendo la única alternativa de cambio que existe en el país. Pero al mismo tiempo hay que ser conscientes de que la calle respira de un modo diferente a como lo hace una militancia que, cual Ulises ante la isla de las divinas Sirenas, está llamada a ser tentada una y otra vez por la mística revolucionaria. Pretender avanzar buscando cobijo en los puertos, solo por conocidos, seguros puede parecer audaz en un primer momento, pero esta actitud no llega a esconder en ningún caso lo que tiene de huida. Mantener el norte en esta encrucijada será más fácil si tenemos en cuenta, como escribió hace unas semanas un compañero, que lo revolucionario es ganar la normalidad.

sábado, 3 de septiembre de 2016

Berlín, la SER y la Restauración


Hoy hemos desayunado con el despido de Fernando Berlín de la cadena SER después de 18 años de colaboración. El cese del director de La Cafetera se produce tan solo unos meses después de que la radio de PRISA decidiera prescindir de los servicios del director del eldiario.es, Ignacio Escolar. Son, Escolar y Berlín, dos periodistas de la “nueva generación” que han crecido con un pie en los márgenes del periodismo digital y otro en el centro que dibujan las grandes empresas mediáticas con sus plataformas multimedia y tertulias. Dos casos de éxito, ahora unidos por un mismo destino. Sin embargo, el caso de Fernando Berlín supone un salto cualitativo respecto al de su predecesor. A Escolar se supone que lo echaron por meterse con el “jefe”. A Berlín, por meterse con las ideas de este.

La SER, que parecía gozar de una mayor capacidad de resistencia (pese a fichajes escamantes como el de González Ferrari el pasado año), sigue los pasos de su hermano El País y toma partido claramente a favor de lo que algunos llamarían los “intentos restauradores del Régimen”. Su posición de liderazgo entre el tradicional votante de centroizquierda, incluso de izquierda a secas, la sitúan en una situación envidiable a la hora de inclinar el fiel de la balanza. Algo que pasa necesariamente por reequilibrar el peso de los distintos “creadores de opinión” dentro del medio llevando el sagrado pluralismo (estas cosas deben hacerse bien) hacia posiciones más “moderadas”, aunque esto acarree infrarrepresentar a una parte de la sociedad que por efecto de estos mismos ajustes es progresivamente expulsada a los márgenes: no parece la mejor fórmula para propiciar la cultura del pacto y del consenso de la que continuamente alardean. 

Abrumados por la avalancha digital (la lectura de ‘El pianista en el burdel’ de Cebrián resulta muy ilustrativa a este respecto), y lastrados por algunas nefastas decisiones tomadas durante la pasada década, los directivos de las marcas del grupo PRISA se resisten a abandonar el papel central que tuvieron durante la Transición como “intelectuales orgánicos”, con la diferencia de que si entonces el rotativo y la emisora operaron en un sentido progresista, durante esta crisis del sistema de partidos, a pesar de la transgresión light de la que hace gala especialmente la segunda en los tramos no informativos, lo hacen en dirección opuesta hasta el punto de que da la sensación de que únicamente el hecho de que algunas de las firmas más "combativas" formen parte del conglomerado editorial del grupo, parece atemperar este gatopardiano viaje a la sensatez. Decir a estas alturas que Cebrián es al periodismo lo que Felipe González a la política no es descubrir el Mediterráneo.

Desde luego, los responsables de estas empresas están en su derecho de marcar la línea editorial que consideren oportuna tanto como de elegir a los profesionales capaces de ponerla en práctica. Pero el mismo derecho nos asiste a quienes hemos sido durante décadas sus “clientes” de criticar el cambio de rumbo. Tal vez sean ellos quienes han evolucionado –recordemos aquel tristemente célebre editorial de El País en el que revisaba drásticamente su visión de la figura del Che- y los carcas seamos nosotros. O a lo mejor es que se trataba simplemente de poner la vela en la dirección en la que soplaba el viento. El caso es que algunos tenemos la impresión (no es para sentirse orgullosos) de que no nos hemos movido demasiado. Y que lo que buscamos precisamente en Infolibre, eldiario.es, CTXT, o La Cafetera es lo que antes nos proporcionaban -antes de ser "globales"-, quienes ahora sancionan todo cuestionamiento, por mínimo que sea -pues no me vendrán a decir que Berlín y Escolar son peligrosos extremistas- del statu quo.

¿No es acaso esto lo que buscaron millones de exvotantes socialistas al depositar su confianza en un partido, más reformista que rupturista, como Podemos? ¿No pensaron estas personas que algunas veces para seguir en el mismo sitio lo mejor que podías hacer era moverte? También está el caso contrario: que el sitio, o en este caso el medio, viaje contigo. Como Vargas Llosa. Aunque este al menos tiene una virtud de la que los demás, empezando por el académico magnate, carecen: la de ser el mejor escritor en lengua española vivo.

domingo, 31 de julio de 2016

Los tuyos, los suyos, los míos. De aviones y hombres

El 'Eurofighter' fue uno de los participantes en el Festival Aéreo de Torre del Mar.
Coste estimado por unidad: 87.000.000 €.
Coste hora de vuelo (2010): 43.000 €.

Con frecuencia tendemos a juzgar los hechos antes juzgando directamente a las personas que los producen que por su valor per se. Esto es, tras saber quién está detrás. Y así las cosas pasan a ser positivas o negativas, moralmente buenas o malas dependiendo de quien las ejecute. Es algo que observamos continuamente en la política y a lo que solemos referirnos aludiendo a la célebre “doble vara de medir”. No hay más que atender a la sincrónica reacción producida esta semana ante el “caso Echenique” y la imputación del PP y la dispar respuesta dada a uno y otro suceso por unos y otros para comprobarlo. Pero ahora, más que a la costumbre de exagerar los presuntos vicios de los extraños, minimizando los de los propios, hablo de ese tipo de inversión que supone categorizar como óptimo aquello que de haber sido protagonizado por el contrario no tendríamos ningún problema en calificar como deplorable.

Los ejemplos están a la orden del día, pero para el caso prefiero centrarme en un ejemplo concreto de mi pueblo. En Torre del Mar, durante estos días, se está celebrando un festival aéreo que está en boca de todo el mundo (sería imposible que fuera de otro modo habida cuenta de su ineludible visibilidad -y sonoridad-). La localidad, animadísima de por sí en estas fechas, está abarrotada y muchísima gente está encantada de ver a tiro de playa las piruetas de esos magos del aire, de ver las terrazas y playas llenas, de ver el nombre de su pueblo –avivando sentimientos de orgullo, desagravio y pertenencia– acaparando titulares en los medios de comunicación.

Durante estos días he hablado con muchas personas de este evento y me he encontrado con percepciones diversas, pero si algo me ha sorprendido (es una forma de hablar) es la manera en que muchos de esas opiniones se veían condicionadas por la cercanía/simpatía hacia los responsables de la organización del festival, esto es, por el color político. Esto no sería demasiado llamativo si no fuera por el hecho de que en ocasiones me he encontrado a determinados individuos esgrimir argumentos que en principio parecían socavar su propia visión del mundo.

Descubrir cómo esas identidades fuertes que el resto del año y desde hace años construyes, se pueden desconectar por unas horas, abriendo la puerta a sub-identidades o lealtades de ¿segundo? orden, pero tanto o más intensas que las otras, siendo humanamente comprensible,  me parece algo más que anecdótico y, lo reconozco –contradictorio como todos- personalmente descorazonador.

De repente, como si existiese dentro de cada uno de nosotros un interruptor que pudiese encender o apagar a voluntad nuestra conciencia, el ecologista que llevas dentro huye de tu ser. Ese ruido no genera estrés ni en los animales ni en las personas; ese humo no contamina la atmósfera ni contribuye al calentamiento global. Sale de tu cuerpo también el aguerrido pacifista. Ya no sientes que esos aviones sean como aquellos que colaboran a la hora de bombardear a población civil en Libia o Siria ni entiendes que su producción ayude a alimentar al complejo industrial-militar. Por supuesto, ya dejan de molestarte las enseñas y símbolos que por lo general solo te producen hostilidad o mofa, ya no hay cosas más apremiantes a las que dedicar el dinero y hasta esa masa que comúnmente tachas de aborregada y servil por entontecerse delante del televisor viendo un partido de fútbol pareciera incluso haberse vuelto sabia. El idealista se ha vuelto un pragmático. Y esto, que es lo tremendo, por la sencilla razón de que son los “tuyos” quienes lo hacen posible.

Esta lógica, evidentemente, funciona en sentido contrario. Y a quienes se les desconoce conciencia ambiental, supeditan cualquier otra variable al afán de lucro y por lo tanto no desprecian nada de aquello que a corto plazo pueda generar “riqueza”,  aquellos guardadores de las esencias patrias embebidos de ardor guerrero, sí, esos mismos que se ufanan de no entender de política pero siempre van a votar y a votar lo mismo, se cuidan aunque sea con la boca pequeña de encontrar de forma inopinada algún “pero” en forma de falta de aparcamientos, ensalzando el sagrado derecho al descanso que desconocen cuando se trata de celebrar sus fiestas "privadas", o calculando "cuánto nos va a costar todo esto", todo para finalmente, especialmente cuando ven que la cosa “funciona”, dedicarse a acusar a los otros, a los que ahora mandan, de intentar patrimonializar lo que es de todos inventando sofisticadas o chapuceras fórmulas de victimización. El pragmático se ha vuelto un idealista. Y todo, porque no eran los “suyos” los que habían tenido la idea.

Por supuesto, entre ambos extremos caben muchas actitudes, incluyendo las de quienes se limitan a disfrutar o repudiar el espectáculo por lo que este les dice o deja de decir, en función de su concepción estética, de sus valores, prioridades o intereses más o menos inmediatos. En estos casos, las preferencias políticas que finalmente orientarán el sentido del voto (al menos idealmente) tienden a construirse a partir de la evaluación de los hechos y no al revés.  No hay que buscar, por tanto, el logotipo en el cartel, deletrear el nombre de las autoridades, para saber si lo que tenemos antes los ojos debe satisfacernos o desagradarnos. No hay que pensar en quién para acertar. Irreflexivos “me gusta” y “no me gusta” sumados a constructos intelectuales más o menos elaborados formarían parte de esta tierra media de visiones y opiniones que en todo caso se moverían en una escala que iría de la adhesión incondicional y entusiasta hasta la reprobación sin matices con independencia de la propiedad de la mano que ha echado a rodar determinada piedra ladera abajo (o cielo arriba).

De todo lo anterior, en cualquier caso, me quedo con lo necesario que sería aplicar una especie de teoría de la justicia al margen de nuestros intereses particulares y utilitarios, que nos obligara como ciudadanos, por seguir con la imagen rawlsiana, a situarnos tras un velo de ignorancia desde el que relacionarnos con la realidad, interponiendo de este modo (no he de insistir en la candidez de la propuesta) cierta distancia crítica entre hechos y hacedores, entre la decisión y quien la toma. No se trata en ningún modo de alcanzar una supuesta e inalcanzable objetividad, sino al menos de insuflar ciertas dosis de mesura y responsabilidad (de coherencia, si se quiere) a nuestras múltiples pasiones e identidades. No hacerlo, me temo, nos conduce a una conversación imposible en la que la falta de asideros en que se traduce esta capacidad para creer al mismo tiempo una cosa y la contraria convierte en más difícil todavía nuestra ya de por sí maltrecha convivencia. Si a partir de ahí, fuésemos capaces, en la senda trazada por Günther Anders, entre otros, de racionalizar nuestras experiencias, de ir más allá del mero espectáculo y de comprehender al servicio de qué está hecha la técnica que consumimos y que a la vez nos constituye, cómo, mediatizados por toda una suerte de mecanismos de seducción, somos incapaces de imaginar los efectos de nuestras acciones, tal vez pudiéramos estar a tiempo de accionar el freno de emergencia y reorientar el rumbo. Pero esto ya es otra historia. 


P.S.: Ah, por cierto, y a quien se pregunte: “Vale, muy bien, ¿pero usted qué piensa del festival de marras?, le contestaré con la respuesta corta. Por defecto, me opongo a todo aquello que haga sufrir a mis perros. Sí, es, egoísta, carece de validez universal, e incluso es irracional. Pero si yo no defiendo a los “míos”, quién lo va a hacer, ¿verdad? Además, la respuesta larga (la “colectiva”, la “común”) conduce al mismo sitio, solo que por otros –largos y tortuosos- derroteros. Tiempo habrá.



[Nota: esta reflexión, como todas las vertidas en este blog, es estrictamente personal, y no representa a nadie más que a su autor].

domingo, 22 de mayo de 2016

Podemos y la pasión intelectual. Comentario a una frase de Íñigo Errejón

Hay una frase que Íñigo Errejón repite regularmente y que yo le escuché pronunciar hace unos días en Málaga dentro de la gira de “El Congreso en tu plaza”, esta serie de actos públicos en los que los ya ex diputados rinden cuentas ante la ciudadanía sobre la actividad desplegada durante esta legislatura corta, que dice mucho acerca de lo que es y pretende ser Podemos. Se trata de una apelación directa a los allí reunidos acerca del deber de estudiar y formarse, única manera de hacer posible, utilizando sus términos, “la construcción de un pueblo, de una fuerza que reclame con éxito la representación de un nuevo proyecto nacional”. Creo que pocas cosas reflejan mejor el papel de la teoría al servicio de una praxis, el afán por aplicar lo aprendido no ya solo en los libros sino en experiencias políticas concretas previas, a una realidad mutante como la nuestra que esta incitación a robarle horas al trasiego cotidiano que supone la vida militante (compuesta de una miríada de obligaciones menores e impostergables) para tomar distancia crítica antes de zambullirse de nuevo en la acción.

Que Podemos surge tras una larga gestación intelectual es de sobra conocido. Comenzó mucho antes de que un grupo de jóvenes pusieran en marcha un programa de televisión en un modesto local de Vallecas dispuestos a pelear –en palabras de Pablo Iglesias– en el “principal escenario de confrontación política” de nuestro tiempo, el de la comunicación, y halló en el 15-M su imprescindible acelerante. De hecho, esta actitud le ha merecido a Podemos la tacha de partido “intelectualista”, como si el hecho de ser algunos de sus fundadores profesores universitarios fuese un desdoro, un motivo casi por el que pedir perdón: “¡Con quién han empatado estas ratas de biblioteca!”; “¡Se creen que por tener una buena formación y hablar varios idiomas saben algo de la vida!”; o “¡Si es que son muy listos!”, los hemos escuchado mascullar en debates televisivos y tertulias de radio a representantes de los partidos tradicionales y sus corifeos, sin percatarse de cuán cerca se encontraban estos supuestos agravios del elogio desnudo de la ignorancia cuando no directamente del “Muera la Inteligencia” de un Millán Astray.

Porque, además, incluso quienes como en el caso del secretario político de la formación morada, están especialmente obsesionados por la formación de cuadros en áreas como la creación de discurso, distan mucho de entender la política como un mero ensayo de laboratorio, algo que pueda gestarse tras una puerta o en torno a una mesa repleta de ceniceros llenos. Por horas de reflexión que requiera la labor a la que se han entregado, es imposible trazar un “plan” cerrado de antemano porque, como escribía Errejón en su imprescindible artículo “Podemos a mitad de camino” , “la construcción de una voluntad colectiva nunca funciona en línea recta”, esto es, “no es obra divina ni de las fuerzas de la historia: es el resultado de muchas intervenciones políticas, concretas y contingentes, unas más acertadas que otras, que van produciendo un sentido político nuevo, una identidad nueva”.

Esta idea no solo choca con la teleología marxista y el determinismo económico a esta ínsito,  sino que cuestiona la posición de subalternidad rayana con la bovina mansedumbre de las masas que pudiera colegirse de cierta lectura simplista de la hipótesis populista de Podemos. Frente al liderazgo carismático que de modo tan eficaz hubo de representar ―contra sus propios deseos si nos atenemos a los múltiples testimonios de los que disponemos―, Pablo Iglesias en la etapa fundacional de Podemos y sin el cual nunca se habría podido no ya romper sino tan solo perturbar el tablero ―¿cabía operar de otro modo en una democracia de audiencias como la vigente?―, este discurso socava la concepción de un pueblo entendido como menor de edad al que hay que tutelar porque no sabe lo que le conviene. La experiencia colectiva no viene determinada así por la anulación del individuo. Se trata, por decirlo con Arendt, de que este rompa su aislamiento, salga de su propia y radical experiencia singular cuidándose al mismo tiempo de limitarse a multiplicar y prolongar la experiencia de su vecino. En ese sentido, ese llamamiento a “prepararse”, a “multiplicar los dirigentes, los portavoces”, no puede suponer una incitación a constituir una “intelligentzia” ni a la “fabricación de un aparato de poder”, sino que apunta a la constitución de un nuevo “bloque intelectual” desprendido de los anclajes de clase que sea capaz de apuntalar un proyecto capaz de convertir un “proyecto masivo” en uno “mayoritario”. No es fruto del azar que un tipo como Santiago Alba Rico se prestase a ser candidato al Senado por Ávila en las pasadas elecciones ni que Podemos haya penetrado con enorme éxito entre la población con estudios superiores.

A su vez, desde el punto de vista del científico social, la hipótesis descarta asumir la neutralidad valorativa de la que hablaba Weber y que con frecuencia tan ajena le resultaba al propio autor alemán. Tampoco encuentra aquí reposo el cálculo frío ni la concepción del intelectual como un “clérigo” que dice “Mi reino no es de este mundo” ―tampoco Benda se mantuvo fiel a su sacerdocio al ver a la democracia amenazada―, cuando lo que tenemos entre manos es la producción intelectual orientada hacia un compromiso que trata de impugnar el dogma neoliberal en el campo de las ideas luchando por establecer un nuevo sentido común tras décadas de derrota intelectual por parte de la izquierda. De aquí la importancia de la pasión –junto a la mesura y al sentido de la responsabilidad, una de las tres cualidades decisivamente importantes para el político según el propio Weber― en el relato y la práctica política de Podemos.

No hablamos en este caso de la efervescencia –evito voluntariamente hablar de “mística― que puede vivirse –y probablemente en la actualidad solo pueda darse con esta intensidad en la arena partidista–) en un mitin de Podemos tan reivindicada por quienes, como Errejón, entienden que “las pasiones  no son elementos prepolíticos de pueblos inmaduros”. Hablamos de esa “pasión por la inteligencia y por la política”, en palabras de José Luis Villacañas, que puede respirarse en un debate teórico y que llevó a este catedrático de Filosofía en la Complutense  a afirmar hace unos días, tras pasar por uno de los encuentros organizados por el Instituto 25M, el think tank de Podemos, que no puede identificar otra formación que esté en condiciones de destacar a sus cuadros “a un debate tan franco”, ni existe en la actualidad  otro partido que “tenga un conjunto tan amplio de militantes atravesado por esas dos pasiones”.  

Probablemente nada ejemplifique mejor la potencia irradiadora de Podemos ni permita vislumbrar de forma más nítida el papel que está llamado a jugar en los próximos años que esta crónica firmada por quien no solo ha sido con frecuencia muy crítico con las tesis de Podemos, sino que reconoce ser ahora más consciente de los puntos que le separan del modelo teórico de quienes lo invitaron precisamente para confrontar, con honestidad y compartiendo la necesidad de avanzar hacia una democracia más plena, sus diferencias.
Esta predisposición al combate de ideas –es bueno que luchen estas para que no tengan que hacerlo los hombres, decía Popper–  resulta tanto más refrescante y descarada ante el triste espectáculo que nos vienen ofreciendo tanto unas viejas maquinarias partidistas más preocupadas por conservar parte del poder institucional acumulado durante décadas y de preservar su particular spoil system que de insuflar nueva vida a unas ideas envejecidas, como aquellos otros que, supuestamente aterrizados para regenerar la vida pública, basan toda su estrategia en técnicas de marketing electoral y en el mejor de los casos en enarbolar el concepto de “sociedad abierta”, como si alguna vez hubieran tenido entre manos un libro del autor. En uno y otro caso, llama la atención que hasta los elementos más jóvenes hayan hecho de la renuncia a cualquier cuestionamiento serio de lo dado la clave de bóveda de un ideario transmutado en argumentario.

En este sentido no es exagerado afirmar que si desde los años 70 la sociedad española no había vivido tal interés por la política ―sin duda también porque desde entonces no habíamos vuelto a vivir una “crisis de régimen” que colocara no ya a los partidos sino a la propia ciudadanía ante la posibilidad de tomar las riendas de su futuro― se debe en buena medida al papel de agitación intelectual desencadenada primero por el 15-M y más tarde por Podemos. Si entonces eran Marx, Foucault, o Althusser los autores que se leían y comentaban con veneración, hoy son algunas de las ideas de Gramsci, Laclau o Judith Butler, ya sea vulgarizadas, las que circulan por aulas, cafés y grupos de telegram. Solo hay que prestar atención a las decenas de charlas, seminarios, debates, que cada semana despliegan los círculos de Podemos por todo el país para darse cuenta de que existe un ansia de conocimiento que ha desbordado los tradicionales ámbitos académicos para poner sobre la mesa toda una serie de temas de discusión entre las “gentes del común”. Si existen “podemólogos”, más allá de la carga de sarcasmo que el palabro encierra, se debe en buena medida a la cantidad de material que a diario genera el partido en cantidades indigeribles incluso cuando uno no tuviera más ocupación que dedicarse a su lectura. De hecho, incluso en momentos en los que la institucionalización del partido y la sucesión de citas electorales ha obligado a buena parte de los dirigentes a dedicarse a cabalgar el tigre de la actualidad, incluso en estos momentos de especial aceleración en los que hay que elegir entre lo urgente y lo prioritario, no cesan de salir textos firmados desde el entorno de Podemos dedicados, como si anidara un temor a que lo concreto se terminara divorciando de las ideas que presuntamente lo inspiraron, a evaluar, desarrollar o reenmarcar el rumbo.

Esta gran conversación inacabada e inacabable, que lo mismo discurre en torno al ya popular tema de la “transversalidad” del partido, recorre los meandros del “populismo”, se interroga sobre los límites de la acción institucional, hace hincapié en la necesaria feminización de la política, coquetea con el espíritu de la Ilustración o, de nuevo pie en tierra, ataca de frente la búsqueda de soluciones a la actual crisis económica, y que está muy lejos de representar una mera acumulación caótica para adquirir más bien la forma de un magma del que emergen y se refuerzan reticularmente diferentes líneas de pensamiento y acción, tiene la virtud de exponerse públicamente  – “En mi soledad/ he visto cosas muy claras/ que no eran verdad”, decía Machado–, suscitando debates en los que la confrontación de ideas lejos de rehuir la discrepancia obliga a los intervinientes a pensar contra sí mismos, rompiendo los huesos de sus cabezas, por utilizar una expresión cara a ese enorme polemizador –y polinizador de ideas y pasiones― que fue Jean-Paul Sartre. Ni siquiera la masiva llegada a las instituciones de “cuadros” de Podemos ha amainado este aluvión de intervenciones más pausadas o urgentes. Más bien al contrario, ante la necesidad de ampliar el repertorio de herramientas disponibles para afrontar los retos del día a día en esa búsqueda constante por ampliar el campo de lo posible se ha enriquecido el paisaje con multitud de visiones de las que participan  junto a los nombres más reconocidos de la formación (los Iglesias, Monedero, Errejón, Moruno, Serra, Lago, Cano, Bescansa, Maura, etc) decenas de diputados o concejales que analizan las más variadas cuestiones, de la sanidad pública a la lucha contra la corrupción, de la discriminación de la mujer al papel de la deuda, el mundo rural o el mercado de trabajo. Artículos y charlas que generan toda una bibliografía secundaria y que actúan como espoleta para un debate coral impensable hace tan solo unos pocos años.

Sin duda, esta carrera por la “auctoritas” resulta extraordinariamente exigente incluso para quienes están mejor dotados para afrontarla, como demuestra una pequeña anécdota que el propio Errejón protagonizaba en una de las últimas ediciones del programa “Fort Apache”. Durante el debate, en el que se inquiría por la existencia de un “populismo de izquierdas”, el secretario político de Podemos tuvo una vacilación al ser incapaz de recordar el nombre de un politólogo norteamericano en un momento de su argumentación y tuvo que ser Verstrynge, que estaba sentado a su lado, quien le hizo de apuntador, sacándole el siguiente comentario: “Esto es un politólogo que no pierde el tiempo en el Parlamento”. Evidentemente, por consciente que sea de que por encima de los parlamentos operan fuerzas que constriñen la soberanía nacional encarnada en las cámaras, nadie puede pensar que Errejón crea que ser diputado es una pérdida de tiempo. Más bien, este comentario casual, fruto probablemente de la falta de frescura de quien lleva dos años y medio corriendo y atándose los cordones, al tiempo que muestra la tensión que late entre el politólogo y el político –y el temor del primero al que el segundo lo acabe devorando―, refleja la autoexigencia de quien sabe que no hay éxito sin disciplina, ni acción política eficaz que no esté sustentada en un profundo análisis previo. Como contó a un grupo de colegas el periodista Sebastiaan Faber –y recoge Jacobo Rivero en Objetivo: asaltar los cielos―, si algo le había sorprendido siguiendo de cerca a Podemos era la “ética protestante del trabajo” del grupo promotor y de su entorno más cercano. La constatación de que no hay cambio político sin pasión, pero que esa pasión no solo se expresa por los cauces más obvios de la arenga o la explosión tumultuosa, sino que para no convertirse precisamente en la cápsula desprendida del fuselaje tras el lanzamiento, debe construirse sobre cimientos intelectuales que permitan, entre otras cosas, traducir conceptos complejos para que sean operativos en la batalla por la hegemonía cultural, levantando de camino las cómodas barreras que separan teoría y práctica, razón y emoción o discurso y realidad.

Que esta visión anti-hedonista de la política no resulte incompatible con la (solo en apariencia) boutade de Pablo Iglesias de que “Podemos funciona porque es sexy”, se desprende hasta qué punto nos movemos en un terreno de retroalimentación difusa. Existe una célebre cita de John Waters que corre por los muros de postineros lectores de todo el mundo que dice: “If you go home with somebody and they don't have books, don't fuck them”. Y llegados a este punto, viendo las pasiones que levantan los dirigentes de Podemos allá por donde pisan, el carácter de liturgia laica de sus mítines no sería un desatino para el caso que nos ocupa añadir al pasaje, antes de ‘books’, la palabra ‘politics’. Ni que decir tiene que esto poco tiene que ver con la erótica del poder, sino de no desdeñar como factor coadyuvante a la hora de generar una visión que produzca lazos de solidaridad y pertenencia la seducción de la inteligencia.

En una célebre charla de 2014, precisamente en compañía de Alberto Garzón, de nuevo un irónico y provocador Pablo Iglesias dijo que lo que diferenciaba a Podemos del resto de partidos, era que ellos sabían cómo ganar. A la vista de lo anterior y habiendo aprendido que ninguna victoria será jamás ni total ni definitiva, puede decirse que no Podemos, sino nuestra esfera pública ya está asistiendo a toda una serie de triunfos parciales que si en el plano institucional nos hablan de las alcaldías del cambio o de los 69 diputados (por ahora) obtenidos en el Congreso, en el terreno cultural encuentran su correlato en un cambio de formas y de fondo a la hora de vivir lo político del que solo estamos viendo sus primeros síntomas y que incluye ese rebato de Errejón con el que arrancábamos y que no es una línea más dentro de un discurso que, por otra parte, no deja nada al azar. Así lo demuestra el hecho de que el joven dirigente le otorgue un especial énfasis, incluso una especial ubicación ―en este caso, cerrando el encuentro― y que esa frase que en otro contexto podría resultar anodina y gris, sea vertida en un vibrante tono ascendente (“¡A estudiar y prepararse…”) que va levantando entre el auditorio (“… que nos toca gobernar un país!”) una salva de aplausos (“¡Que nos toca construir…”)  que conduce de forma inevitable (“… una España nueva!”) a una encendida ovación. 

miércoles, 30 de marzo de 2016

La mala Diputación

La vocación del político de carrera es hacer de cada solución un problema”. Woody Allen

Cuentan que en su lecho de muerte Pío Baroja confesó que se iría al otro mundo sin entender para qué servían dos cosas: las mujeres y las diputaciones provinciales. Antes de esto, el granadino Ángel Ganivet le había escrito a otro vasco,  en este caso a Unamuno, que exceptuando las forales, la mayoría de las demás diputaciones de España no eran sino “focos de mendicidad”. Y el propio Joaquín Costa, en el punto 9º del programa expuesto en su célebre “Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España” ya había apostado sin ambages por la “supresión de las Diputaciones Provinciales y sus sustitución por organismos más amplios”.

Descontando la provocación misógina del autor de Zalacaín el aventurero, no cabe duda de que a pesar del mucho tiempo desde entonces transcurrido –como reza el tango– entre los testimonios citados y nuestro presente, se respira un claro aire de familia entre los juicios críticos, cáusticos en algunos casos, emitidos por estos intelectuales del fin de siglo español y lo que a día de hoy se despacha en el ruedo político contemporáneo. Más aún, este largo intervalo jugaría a favor de los nuevos actores, para quienes la autonomía de las entidades locales y el desarrollo de las comunidades autónomas, habrían venido a robustecer sus argumentos a la hora de poner en solfa una institución que hace ya un siglo era harto cuestionada. 

Porque la Diputación, como es sabido, goza de muy mala reputación, y no paran de elevarse voces reclamando que ha llegado el momento de cargársela. De entre estas, la más tronante, aunque nunca supere los cuarenta decibelios ni para pedir un taxi, la de Albert Rivera, capaz de atraer hacia sus tesis a un PSOE que con Rubalcaba ya había amagado con meterle mano a una institución tan antipática para la mayoría de los ciudadanos.

Porque, efectivamente, no son motivos los que les faltan a quienes piensan que las diputaciones son instituciones arcaicas, derrochadoras y totalmente prescindibles. Y es que sin contar con las tres forales vascas, que no parecen verse cuestionadas, las 38 diputaciones provinciales existentes –hay que recordar que ni las comunidades provinciales ni las islas cuentan con esta figura― cuentan con un presupuesto cercano a los 6.000 millones de euros que la mayoría de los ciudadanos no saben a qué van destinados. Ese déficit de legitimidad democrática que arrastran a causa del proceso de elección indirecta de los diputados –son los concejales quienes los designan– sin duda no ha contribuido a granjearse las simpatías de la población ni a visibilizar la labor de estos entes frente a otras administraciones como la municipal y la autonómica, y no resulta menos evidente que los continuos casos de corrupción que han afectado a conocidos –precisamente por verse envueltos en este tipo de tramas–cargos públicos de los gobiernos provinciales han empeorado más si cabe la débil estima que muchos ciudadanos tenían de una institución que siempre ha sido percibida como ajena y opaca. Si a esto le sumamos la gigantesca deuda que acumulan y el abultado gasto reservado al capítulo de personal, que está estimado entre un 30 y un 50% del presupuesto total, no hace falta haber recibido una carta del Infierno, como el jesuita autor de El Criticón, Baltasar Gracián, para ponerse inmediatamente en guardia, e incluir en el mismo campo semántico de la palabra ‘diputación’ ―especialmente cuando vemos cómo ciertos elefantes políticos locales terminan sentando allí sus reales―, términos como ‘dispendio’, ‘holganza’ o ‘enchufe’.

Así, las cosas, pareciera que Ciudadanos ha sabido poner la vela en la dirección en que sopla el viento al apostar por su supresión inmediata. Su apuesta, además, es contundente. 5.000 millones de ahorro supondrían, por ejemplo, el equivalente al presupuesto destinado este año por el Estado a políticas activas de Empleo. No es una broma. De hecho, supondría, según esta estimación, recortar en más de un 80% el gasto público destinado anualmente las 38 diputaciones mencionadas, de lo que se deduce que Rivera y al parecer Pedro Sánchez ―aunque con matices, como ya veremos― consideran que esos 5.000 millones de más se emplean en “mamandurrias” y que las decenas de miles de personas que trabajan en estos organismos –cerca de 60.000, de las cuales solo algo más de 1.000 son diputados, esto es políticos–  estarían mejor cobrando la renta mínima vital que recoge el solemne pacto de investidura firmado por sus respectivos partidos.

¿Pero es esto así? Pues no exactamente. Para empezar, a pesar de que el papel de las diputaciones fue menguando a medida que el modelo autonómico se consolidaba, la función que desempeñan a la hora de prestar determinados servicios, así como su cooperación con los pequeños municipios en materias como la ejecución y el  mantenimiento de carreteras y caminos, o la construcción de residencias, instalaciones culturales, deportivas, de ocio o incluso sanitarias, no puede ser ignorada. Tampoco, la labor de asesoramiento técnico y jurídico y de asistencia a cientos, si no miles de municipios que por sí solos jamás podrían disponer de recursos propios para acceder a los mismos. Ni que decir tiene que en todo este proceso se producen múltiples duplicidades y solapamientos con otras administraciones, pero ni en este caso podríamos afirmar con tanto desahogo que la labor que las diputaciones desarrollan en ámbitos como el empleo, la formación, o la atención a personas dependientes es menor. Y si no, que le pregunten a las personas que se benefician de tales subvenciones y programas.

Por lo tanto, no hay que haber estudiado en la London School of Economics ―no digamos haber dado clase allí, como Luis Garicano, principal asesor económico de la formación naranja― para darse cuenta de que si en el camión que te recoge el plástico a la puerta de casa pone “Diputación de X”, si la Diputación de X desaparece alguien diferente tendrá que hacerse cargo del camión, del conductor y del plástico. Y que, consecuentemente, o nos hemos perdido algo, o los 5.000 millones de ahorro pronto empiezan a dejar de ser 5.000 millones y a ser menos. ¿Cuánto? No lo sabemos.

Ante tal panorama cabe preguntarse: ¿existe existe en el panorama político alguien dispuesto no ya a dar la cara por salvar a estos nuevos fantasmas de todo lo viejo,  sino siquiera al menos a poner un punto de cordura?  El PP ―que no pierden la oportunidad de recordar, cuenta con una poderosa capacidad de bloqueo en las Cortes― parece más dispuesto a lo primero que a lo segundo y así  ha levantado la voz para salir al rescate de aquello que reivindican como una pieza fundamental de cierta concepción tradicionalista de la arquitectura institucional del Estado de la que, por tanto, se consideran herederos, poco importa que en su origen fuese obra de liberales, y en la que  acumulan una fuerte presencia a nivel estatal de la que no están dispuestos a desprenderse, mucho menos ante el sombrío panorama que parece abrírseles por delante. No de otro modo se podría entender la histeria desatada entre sus filas. Del PSOE, por su parte, no se sabe ya qué esperar. ¿O cómo calificar a un partido que pasa de recoger en su programa electoral la necesidad de modernizar esta administración y “reformular su papel como espacio de encuentro entre los ayuntamientos de menos de 20.000 habitantes”  a, dos meses después, incluir en su un pacto con C´s un punto con la supresión de estos organismos? Si solo fuera esto, la cosa no sería tan grave, pero si hablamos del mismo partido que se permitió con 24 horas de diferencia votar sí a una proposición no de ley (PNL) del PP titulada “Por la defensa de las diputaciones provinciales y municipios de menor tamaño”, después de haber votado el día antes en contra de una moción de similar contenido ―en defensa de las diputaciones― presentada por el PP en el pleno del Senado hay que empezar ya a hablar ya no de ambigüedad sino de verdadero trastorno bipolar. Bien, ¿y Podemos? ¿Cuál es la postura de una fuerza emergente y rupturista en tantos sentidos? Pues a pesar de que la formación morada ha preferido ocupar un discreto papel en este debate,  parece evidente que no está llamada a dar la batalla por defender una institución cuyos órganos políticos son elegidos como lo son, que desprende aunque sea de un modo más simbólico que real ecos centralizadores y que da la sensación de ser más opaca que las negociaciones del TTIP. Una institución además, en la que no cuenta con ninguna presencia institucional. Por si hubiera alguna duda, el programa electoral presentado en las pasadas elecciones ayuda a despejar sus escasas manifestaciones públicas en esta cuestión. Y así, dentro del epígrafe” Nuevo modelo territorial”,  apuntan como uno de los ejes “conceptuales” la “reducción de niveles institucionales ineficientes”, lo que implicaría una “progresiva asunción de las competencias y recursos de las diputaciones provinciales hasta su supresión constitucional”, competencias y recursos que, cabe entender, serían subsumidos por ayuntamientos y comunidades autónomas.

Sin embargo, a pesar de que, como acabamos de ver, en teoría existe una mayoría de fuerzas y de diputados que abogan por la eliminación de estos entes, sigue pendiente de aclaración el modo en que este nuevo modelo territorial pueda consumarse, y en este sentido corresponde especialmente a quienes se han marcado como prioridad su liquidación ―con bastante pirotecnia, dicho sea de paso― explicar cómo y quiénes van a asumir las competencias que una nutrida, si bien es cierto que con frecuencia ambigua, legislación ha desarrollado durante los últimos 37 años. De los 1.000 millones de ahorro de los que hablaba Rubalcaba en 2011 a los 5.000 millones esgrimidos por Rivera y los suyos, media el equivalente a casi tres veces la cantidad asignada en los PGE en materia de becas para 2016. Algo, por tanto, no cuadra y si no quieren ser acusados de demagogos, tanto Ciudadanos como PSOE, sobre todo este último habida cuenta de los continuos vaivenes que están dando los de Ferraz, deberían convenir en que hay que abordar este asunto de un modo bastante más riguroso. Con el mismo rigor que deberían tener quienes aspiran nada menos que a gobernar la cuarta economía de la Eurozona. Decir, en este sentido, que las diputaciones serán eliminadas y sustituidas por Consejos Provinciales de Alcaldes no es decir nada. Y no puede pretenderse acabar con una institución con dos siglos de historia que mal que bien ha conseguido conformarse como una pieza importante en el engranaje del Estado ni a golpe de titulares ni emplazando la exposición de las oportunas medidas necesarias al efecto (que habrán de ser muchas y complejas) a un luego-si-tal-ya-veremos. Hay que preguntarse honradamente si no se pueden ofrecer los mismos servicios por menos, incluso por mucho menos para pasar a continuación a concretar cómo se reconecta todo ese costoso e intrincado cableado vigente con el resto del denso entramado institucional y de qué modo los ayuntamientos o los diferentes organismos de la administración periférica y territorial de las comunidades autónomas van a asumir  los recursos, servicios y competencias actuales para impedir, entre otras cosas, que el hueco que dejen las diputaciones no sea cubierto por una constelación de mancomunidades, consorcios y demás entes desconcentrados participados por el sector público que terminen haciendo un roto donde antes había un descosido. Ah, y por supuesto, hay que dilucidar también cuántos puestos de trabajo se van a quedar por el camino para que ese drástico ahorro anunciado pueda pasar de los dosieres de prensa al papel milimetrado. Cambiando halógenos por led en los edificios públicos tal vez no les llegue.

¿Que este estudio no se ha hecho todavía? Entonces, todo lo demás sobra. ¿Que sí? Pues entonces queremos conocerlo. Porque puede que existan ciudadanos, entre los que me incluyo, que conciban algún punto intermedio entre liquidar las diputaciones y con éstas todo lo que viene detrás, y el “¡Oh, Dios mío, quieren acabar con todos los municipios de menos de 5.000 habitantes!”. Si esto acarrea la abolición de las mismas, bienvenido sea. Pero que no nos tomen el pelo ni traten de ahorrarnos (y de ahorrarse) el esfuerzo de pensar simplificando realidades complejas y hurtándole a la ciudadanía un debate más a riesgo de que terminemos pensando que todo esto no es más que un ejercicio de…. (aquí completar con esa palabra terminada en –reo que Rajoy acaba de aprender y que a la que el DRAE abrió sus puertas junto a ‘internés’ y ‘cocreta’), una nueva muestra de cómo quienes dicen representar un cambio “progresista y reformista” y hablan de hacer una “reforma exprés” (la propia expresión ofende) de la Constitución, incurren en discursos que ya resultaban “renovadores” hace más de un siglo pero que adolecen como muchos de aquellos en una falta de concreción y, en este caso, de una adecuación a una realidad que es sustancialmente diferente. Discursos, por cierto, que denuncian con contundencia el clientelismo y los gastos onerosos de esa “casta” política (naturalmente sin utilizar este término) que anida en las diputaciones y el Senado pero que nunca se cuestionan los sueldos que perciben los representantes públicos ni sus cohortes, no encontrando aquí –más bien al contrario: proponen multiplicar por cuatro el sueldo del presidente del gobierno– una vía sensata de ahorro.

En definitiva, que del mismo modo que no se puede defender pasar de un régimen monárquico a otro republicano sin explicar qué tipo de república proponemos, ni decretar la muerte del Senado por su evidente ineficiencia sin tener en cuenta las posibilidades de esta cámara para desarrollar una verdadera vocación territorial y equilibradora, ni la tradición constitucional de nuestro país (especialmente cuando te ufanas de ser “constitucionalista”), ni el hecho de que nos encontremos ante una institución consolidada en la mayoría de los países de nuestro entorno, tampoco resulta aceptable hacer planteamientos de indudable efecto mediático, pero que solo sirven para enmarañar la discusión, generar falsas expectativas, sembrar la incertidumbre  entra la ciudadanía y, en definitiva, para adulterar un debate público ya de por sí bastante degradado.

lunes, 28 de marzo de 2016

Tormenta en la City: la sociedad, aislada (sobre 'El Establishment', de Owen Jones)

Viñeta de El Roto.

Después de leer, con 13 años, La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper, Paul Staines, decidió que era libertario, alguien que considera que el Estado representa la mayor amenaza a la libertad individual. A partir de ese momento, quien con el correr del tiempo se convertirá en el «rey de la blogosfera de derechas», iniciará una ascendente carrera que le llevará desde bien joven a codearse con «un montón de gente poderosa», como David Hart, asesor de Margaret Thatcher, a quien Staines atribuye orgullosamente haber sido el responsable del «aplastamiento» del Sindicato Nacional de Mineros durante la decisiva huelga de 1984-85, y con el que colaborará como asistente personal.

Varios años como corredor de bolsa e inversor en la City y alguna bancarrota terminarán de acerar un carácter que sus víctimas podrían juzgar tranquilamente como despiadado pero sin el que sería del todo punto imposible comprender su papel de azote de la clase política británica con un estilo que, en la comparación, deja a la prensa sensacionalista a la altura un vídeo de gatitos.

Pero si Paul Staines, o Guido Fawkes, nom de guerre  bajo el que acomete sus tropelías, es un representante puro del Establishment británico no es por el pavor que causa entre los políticos del Reino Unido. De hecho, a pesar de compartir iconografía con Anonymous ―quienes a su modo reivindican la figura de un Fawkes pasado por el tamiz del personaje ‘V’ de la novela gráfica y película V de Vendetta, de Alan Moore―, Staines ni se parece absoluto a lo que podríamos considerar un «antisistema» ni cree en nada que se aproxime a la fuerza del colectivo. Todo lo más, podría compartir con estos ciberactivistas cierta visión justiciera y, por supuesto, conspirativa. Staines, en este sentido, tampoco perdona ni olvida. Como buen neoliberal la democracia no le entusiasma. De ahí que la animadversión hacia quienes dicen representarla no pueda ser más que auténtica. «Mi rabia contra los políticos es genuinamente sincera. Odio a esos putos ladrones de mierda», afirma mientras apura su copa de vino en «un gastropub pijo de Harlington».

Sin embargo, esta regla general presenta diversos grados en su ejecución. De tal modo que su ira, cercana al ensañamiento, se vuelva más visceral conforme más amenazada sienta su particular visión del mundo, algo que reconoce sin ambages cuando le espeta a su interlocutor, un joven pero reputado analista proveniente de la nueva izquierda británica: «Creo que vuestro credo es maligno».  Es lo menos que puede opinar quien se jacta de representar a los «plutócratas del mundo», quien al desacreditar a los políticos sabe perfectamente que deslegitima lo que estos pueden hacer, quien conoce sobradamente que cuanto más domina el dinero la política menos margen tiene una sociedad –concepto odioso para los de su escuela― para protegerse de aquellos que pretenden acaparar las mayores cotas posibles de riqueza. Un «juego ideológico» que solo puede llevarse a cabo con la complicidad de quienes están instalados en las instituciones, con «esos putos ladrones de mierda» que participan de una «ideología común» y a los que figuras como Staines sirven de «escuderos», pues sin ellos ―al tener acceso directo a la toma de decisiones y encabezar con frecuencia áreas claves del gobierno― la «gestión» de la democracia podría caer en manos equivocadas.

El Establishment y sus amigos

Precisamente evitar que esto suceda será una de las principales misiones del Establishment. El ejemplo de Staines nos sirve apenas para rascar la superficie del asunto. ¿Pero qué entiende Owen Jones, nuestro privilegiado observador, por este «término que suele usarse de forma imprecisa para denominar a “la gente que tiene poder y que no me cae bien”»? Hasta fechas relativamente recientes, los estudios de las élites, y no nos cabe duda de que quienes integran el Establishment constituyen una (o varias entrelazadas), solían centrarse en la relación de supeditación que se establecía entre la minoría dominante (encarnada por una «clase dirigente») y la mayoría, relación considerada por muchos como un elemento constante a lo largo de la historia de las sociedades humanas. El estudio de la lucha por el poder, desde Platón y especialmente a partir de Maquiavelo, ha sido una constante de la ciencia política. Pareto, Mosca y Michels, emblemáticos representantes de la «teoría clásica de las élites» (o «neomaquiavelista») indagaron con desigual profundidad, rigor y fortuna las características de esta «minoría organizada» llamada a ejercer de un modo inevitable su hegemonía. La existencia de «un gobierno de élites distinguidas del grueso de la ciudadanía por su posición social, modo de vida y educación», como subraya Bernard Manin, se habría mantenido inalterable a lo largo de la historia incluso de los gobiernos representativos, desde su fundación en Atenas hasta la actualidad. Los elementos democráticos y oligárquicos, en cantidad y calidad variables habrían constituido de este modo una especie de centauro difícil de escindir. Sin embargo, a medida que nuestras sociedades se complejizaron, la división del trabajo se agudizó y el capitalismo se adentró en su fase industrial, primero, para abrazar la globalización, más tarde, las relaciones de poder se tornaron a su vez más poliédricas e inasibles, lo que obligó a ampliar el foco por un lado del Estado-Nación al sistema-mundo (¿o empresa-mundo?), y de las élites políticas a los consejos de administración. El establecimiento de organizaciones trasnacionales, el nacimiento de grandes corporaciones globales, creó la sensación, con frecuencia justificada, de que en torno nuestra actuaban fuerzas no solo que escapaban a nuestro control sino que ni siquiera se prestaban a nuestra mirada, fuerzas poderosas animadas por oscuros, para algunos, salvíficos, para otros, intereses que desplazaban la tradicional mirada a «los de arriba» del campo político al económico. El consenso de postguerra había saltado por los aires y los viejos temores de aquellos «chiflados», con Friedrich Hayek a la cabeza,  que durante los primeros días de abril de 1947 se habían dado cita en el pueblecito suizo de Mont Pélerin alertando de «la pérdida de fe en la propiedad privada y el mercado competitivo» terminaron de difuminarse ―si aún quedaran dudas tras el «experimento» de Chile y el ascenso al poder de Thatcher y Reagan― tras la caída del Muro.

Un aluvión de estudios han analizado desde entonces la creciente influencia de las corporaciones y la pérdida de poder de unos gobernantes locales transmutados en meros gestores de un Estado que se habría quedado sin margen de maniobra, con el consiguiente déficit democrático que tal transferencia de poder habría acarreado para unas sociedades que asistían impávidas al derrumbe de sus hasta ayer indiscutidos Estados de Bienestar. Una concepción que,  por otra parte, si bien en un contexto muy diferente, hunde sus raíces en el Manifiesto del Partido Comunista, concretamente allí donde Marx y Engels afirmaban que «El Gobierno de un Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa». Sin embargo, y retomando nuestro hilo, aunque es evidente que han aumentado de modo significativo las fusiones corporativas entre las naciones, sería exagerado afirmar que existe una sola élite financiera global ni que los choques culturales entre países han desaparecido. El sociólogo Harold Kerbo ya advirtió hace algunos años «que al margen del grado en que sus negocios se han hecho globales, los ejecutivos corporativos aún se consideran estadounidenses, alemanes, japoneses, británicos, etc., y puede ser difícil para ellos escapar a los sentimientos de lealtad nacional.» En este sentido, uno de los méritos del libro de Jones es no solo haber puesto su lupa sobre los intereses de quienes dominan específicamente la sociedad británica ―que pueden coincidir con los de otros países de su entorno pero que, en cualquier caso, responden a una determinada mentalidad, cuentan con unos determinados orígenes y presentan nombres y apellidos concretos―, sino haber sorteado las teorías del complot tan en boga que pretenden reducir la gobernanza del mundo a un «poder en la sombra» reunido en algún remoto hotel suizo.

La cuestión de quiénes gobiernan en realidad y qué se proponen no admite tales simplificaciones. El resultado, por mucho que la imagen sea sugestiva, no es el simple efecto  «de una conspiración organizada de magnates de los medios de comunicación, grandes empresas y políticos que fuman puros en reuniones privadas y están confabulados para encontrar la forma de restregar las caras de los pobres por el fango e incitarlos para que conviertan a sus vecinos en chivos expiatorios». Como señala el autor, los intereses de quienes dominan la sociedad británica son dispares y pueden a veces llegar a colisionar entre ellos. Incluye «a los políticos que crean las leyes; a los barones de los medios de comunicación que establecen los términos del debate; a las empresas y a los financieros que dirigen la economía; y a las fuerzas policiales que hacen cumplir unas leyes amañadas a favor de los poderosos». El Establishment, en suma, viene a ser «el lugar donde todos esos intereses y esos mundos confluyen, ya sea de forma consciente o inconsciente.» Un lugar animado por una ideología compartida que convencionalmente llamamos «neoliberalismo» o «individualismo» y que, más allá de su pregonada creencia en los llamados mercados libres, promueve  la transferencia de  recursos públicos a unos negocios orientados al máximo beneficio. Una ideología, de raíces profundas, que trata de inculcar entre la ciudadanía que «quienes están en lo alto de la sociedad merecen estarlo; que quienes tienen, talento, habilidad y determinación están destinados a escalar posiciones en la sociedad mientras que, si no consigues mejorar tus circunstancias, es culpa tuya.»  Expandir esa «base sociopsicológica que hace que la población en general acepte la desigualdad», en palabras de Kerbo, es tan solo una de las tareas a las que se dedica el Establishment, designación que, como vemos, trasciende la noción de élite política corrupta ―causa necesaria, aunque no suficiente, para su mantenimiento―, al modo descrito por Sergio Rizzo y Gian Antonio Stella en La Casta, donde los autores nos mostraban un sistema partitocrático, el italiano, profundamente corrompido a todos los niveles y enfermo de «elefantiasis».

Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Jones sea complaciente con la política británica. Esos «movimientos efervescentes con raíces en las comunidades» de los años 50 ó 60, se habrían convertido en «meras carcasas abandonadas», mientras que los parlamentarios, para el autor, no pasarían de ser «políticos corporativos, envidiosos de la élite hiperrica que ellos han ayudado a crear, y frustrados por estar perdiéndose el botín de sus propias políticas». La codicia generalizada entre la élite empresarial habría infectado, de este modo, a unos políticos metamorfoseados en representantes de los intereses privados, tanto dentro como fuera de Westminster. Lo que queremos subrayar es que la mirada del autor se dirige antes a desmenuzar lo que ya en su día C. Wright Mills definió como «élite del poder» que a participar de ciertas visiones reduccionistas del concepto de «élite extractiva» (Acemoglu y Robinson) que tienden a equiparar a esta con la clase política de un modo exclusivo. El uso de «casta» popularizado por Podemos en los últimos tiempos pese a su larga genealogía, guardaría más relación, especialmente en una primera fase, precisamente con la segunda de las aproximaciones citadas.  Así lo entendieron en Italia, donde un título como La Casta, demoledor con quienes acuden a la política para no servir más que a sí mismos, se convirtió en un superventas en un momento en el que se estaban creando las condiciones, por ejemplo, para el surgimiento del Movimiento Cinco Estrellas.

La unidad, en todo caso, de este conglomerado vendría asegurada por la existencia de esos vasos comunicantes que suponen las «puertas giratorias». A través de estos agujeros negros ―como también los think tanks― se comunican y entreveran los mundos político, corporativo y mediático en fecunda mezcolanza. La consecuencia esta promiscuidad, según documenta Jones a través de una obra que en buena parte está contada con palabras del propio Establishment, es que «los términos del debate político vienen dictados en gran medida por los medios de comunicación que unos pocos propietarios excepcionalmente ricos controlan, mientras que a los think tanks y a los partidos políticos los financian individuos ricos e intereses corporativos. Muchos políticos están en nómina de empresas privadas; junto con los funcionarios, terminan trabajando para las empresas que operan en sus áreas políticas, lo que les permite beneficiarse de sus cargos públicos; como es natural, esto les otorga una inclinación creada en una ideología que promueve los intereses corporativos. El mundo empresarial se beneficia de sus contactos con los políticos y los funcionarios, y de su conocimiento de las estructuras de gobierno y su experiencia, lo cual permite a las empresas privadas infiltrarse hasta el corazón mismo del poder.»

La lucha por el «sentido común»

A los lectores españoles, la existencia de este «ecosistema» que desafía la visión pluralista clásica de la sociedad según la cual un equilibrio virtuoso del poder es propio de las democracias contemporáneas ―el propio Robert Dahl, uno de los mayores exponentes de esta teoría, terminaría corrigiendo tan angelical visión años más tarde― puede resultarnos bastante familiar. Como también nos sonará próxima la batalla por el discurso, que precisamente en nuestro país ―no hay que pensar más que en el debate generado en torno a lo que se ha dado en llamar la Cultura de la Transición― se ha convertido en campo de batalla político con un desenlace por el momento incierto. No así en Gran Bretaña, donde «el nuevo sentido común de la política» habría sido conquistado ―y ahí está la reciente victoria de David Cameron para confirmarlo― por el Establishment, por esa «casta» capaz de inculcar entre amplias capas de la población, incluidas las populares, las más castigadas por la crisis, que fueron las onerosas políticas públicas las que precipitaron la catástrofe económica y no «un sector financiero mercenario y fuera de control, en busca de beneficios cada vez mayores». Palabras como «reforma», antaño asociadas a planteamientos redistributivos o de justicia social, han caído ahora en la esfera de este nuevo sentido común y son enarboladas para promover privatizaciones, desregulaciones laborales y, en suma, reducir las prestaciones públicas. Este «estrecho consenso fanáticamente protegido y vigilado» convierte cualquier mínimo cuestionamiento del actual sistema en casi una herejía propia de extremistas o ilusos. Como nos recuerdan a diario a este lado del Canal, y han escuchado hasta la saciedad en Grecia, «apartarse de los preceptos políticos vigentes provocaría la cólera de las grandes empresas y del capital, que se marcharían del país y dejarían la economía paralizada.»  Y para quienes se nieguen aún  a aceptar estas evidencias, siempre quedarán las leyes y la policía para disuadir cualquier intento de subvertir el orden. Valga como ejemplo también muy familiar la aprobación en 2005, de la Ley Policial y de Delitos Graves, norma que impuso, por ejemplo, serias restricciones a quienes se manifestaran a menos de un kilómetro de Parliament Square, la «madre de todos los Parlamentos.»

En este sentido, lo que Owen Jones considera un «fallo lógico» en el centro del pensamiento del Establishment, esto es, que deteste al Estado, al tiempo que depende por completo de él para prosperar, terminará apareciendo como su natural corolario. En el fondo, volviendo al ejemplo con el que empezábamos, los Staines del mundo ni son amantes del espíritu comercial, al menos de la noble visión que un Kant tenía de este como instrumento para asegurar la paz perpetua, ni odian al Estado en sí. O dicho de otro modo, solo lo odian «idealmente». Estos fanáticos de las bondades del capitalismo saben que sin el Estado no contarían ni con las infraestructuras necesarias, ni con una fuerza de trabajo educada gracias a una gran inversión pública, ni con la protección de la propiedad privada que este asegura al reclamar (con éxito) el monopolio de la violencia física legítima –por utilizar la célebre expresión de Max Weber―, que resultan esenciales para que una economía prospere. Lo que temen, pues, no es el dirigismo que impida la realización de ese «orden espontáneo», superior, predicado por los liberales, sino que el Estado interfiera de tal modo que sus expectativas de ganancia se vean socavadas y que ese «camino de servidumbre» del que hablaba Hayek se traduzca en una merma de los beneficios del estamento más privilegiado de la nación. Desean asegurarse, en suma, de que a pesar de medio siglo de sufragio universal, por utilizar las palabras del propio Staines/Fawkes, el capital siga encontrando «formas de protegerse de, ya saben, los votantes».

Denominar, pues, «fantasía» o «estafa» ―al menos intelectual, si no queremos adentrarnos en el siempre escarpado terreno de la moral―  a esa versión del capitalismo que dice defender el libre mercado al tiempo que se convierte en dependiente absolutamente del Estado, no puede ser considerado una exageración. Especialmente si se hace tras 250 páginas de concienzuda exposición. Si puede llamarse a esto «socialismo para ricos», como hace el autor, es algo en lo que no entraremos por grande que sea la tentación. Lo reseñable en este punto es la constatación no ya de que las empresas, las verdaderas generadores de riqueza, no puedan funcionar sin la infraestructura (hablamos de las carreteras, aeropuertos, ferrocarriles… ) que promueve ese «obstáculo» a la iniciativa individual que es el Estado, sino que los procesos de «liberalización» en sectores estratégicos no hayan sido sino una «fachada para colocar recursos públicos en manos privadas a expensas de la sociedad». Un caso paradigmático de esta práctica, y al que Jones dedica bastantes páginas, es el de los ferrocarriles. Aquí el autor se hace eco de un informe realizado en 2013 por el Centre for Research on Socio-Cultural Change, que descubrió que la inversión estatal en los ferrocarriles era hasta seis veces más elevada, en términos reales, que antes de que estos se privatizaran a mediados de los noventa, y que solamente entre 2007 y 2011 las cinco mayorías ferroviarias de Reino Unido recibieron casi tres mil millones de libras en subsidios estatales. Un negocio muy rentable.

El molesto Estado resulta, de este modo, un incordio, cuando se trata de recaudar unos impuestos que se eluden convenientemente, pero supone un aliado fiel y generoso ―aunque esto no lo reconocerían jamás públicamente― cuando se trata de proteger a las grandes empresas, formar a sus trabajadores e incluso «rescatar su corazón financiero y suplementar directamente los beneficios bancarios». Y, sin embargo, en un país en el que los mil individuos más ricos acumulan fortunas por valor de 520.000 millones de libras al tiempo que cientos de miles de personas se ven obligadas a hacer cola para comer en los bancos de alimentos, cuando hablamos de «gorrones» inevitablemente asoma la imagen de aquellos, personas dependientes, pensionistas, desempleados…, que dependen para su supervivencia de un Estado de Bienestar sitiado.

El panorama que dibuja el autor de Chavs. La demonización de la clase obrera, título que complementa al presente, es francamente sombrío, pero sobre todo provoca perplejidad. Se proyecta Jones hacia un futuro en que la gente vuelva a este periodo y no termine de creerse cómo aquella próspera élite financiera que contribuyó al hundimiento económico del país, tras haber recibido un rescate de más de un billón de libras de dinero público, siguió comportándose como si nada hubiera pasado; o cómo una élite empresarial que, pese a depender en buena parte de la generosidad estatal, se negaba en rotundo a aportar impuestos al Estado. Pero, sobre todo, esos hombres y mujeres del futuro, nuestros descendientes, sugiere Jones, se admirarán de cómo una sociedad entera permitió que todo esto pasara, de cómo consideraron «normal, completamente racional y defendible» que las instituciones gobernadas por la élite lograran desviar la ira de la gente hacia quienes menos tenían.

Esa conciencia de que un «un sentido común» permanece enterrado pero latente en algunos hondos estratos de la sociedad es la que permite al autor mostrarse esperanzado respecto al futuro. Por supuesto hay una enorme carga de voluntarismo y buena fe en la creencia de que una «revolución democrática» no ya es solo deseable sino posible. Ese mismo lamento ante la concentración de la riqueza en manos de una minoría que emerge de El Establishment, ya provocaba rechinar de dientes entre algunos de los founders norteamericanos, detractores de los moneyed interests, pese a que algunos de ellos habían heredado especialmente de Inglaterra la visión de una sociedad perfectamente escindida en clases que con los años terminaría produciendo en nuevo suelo un modelo, el de la teologización del mercado, del que las propias élites británicas se mostrarán tan orgullosas. En cualquier caso, si algo nos demuestra el ejemplo de los «chiflados» de Mont Pelèrin es que ideas que en un tiempo podían ser tomadas por absurdas y extravagantes pueden terminar imponiéndose, creando un nuevo sentido común tanto más fácil de abrazar cuanto más numerosos sean sus posibles beneficiarios. En este sentido, luchar en el campo de batalla de las ideas contra el mantra de que «no existen alternativas», no es una ensoñación utópica, especialmente cuando, como constata el autor, «el régimen actual nunca se ha ganado los corazones ni las mentes del pueblo británico». Tornar la aceptación y la resignación generalizadas en voluntad de cambio es una legítima aspiración más fácil de enunciar que de concretar, pues, al fin y al cabo, Jones no entra a valorar cómo se articula «una sociedad organizada a partir de las necesidades sociales y no hacia los beneficios privados a corto plazo; ni cómo se extiende la democracia «a todas las esferas de la vida: no solo a la política, (…) sino también a la economía y al lugar de trabajo». Por supuesto, no es  el propósito del libro dar respuesta a estos interrogantes, ni desgranar, aunque va implícito, el modo en que la desigualdad provoca unas asimetrías que terminan generando privaciones y un acceso restringido a esa misma «libertad» que los representantes del Establishment dicen defender sobre todas las cosas, sino que más bien, a través de la detallada denuncia de lo que termina configurando la crónica de un expolio, Owen Jones hace un llamamiento a la reflexión que quiere mover a la acción en un momento en que la ciudadanía europea, especialmente la de algunos países periféricos, no solo está cuestionando la legitimidad del actual modelo de democracia sino que parece dispuesta a dar un paso más para, tal como hiciera la Antígona de Sófocles, preguntarse cuáles son los límites de la obediencia y si, en último término, una sociedad civil erigida en contrapoder no está en disposición de exigir cambiar las bases sobre las que reposa su consentimiento

«El poder no hace ninguna concesión a menos que se le exija», se encarga de recordarnos el autor citando a Frederick Douglass, un antiguo esclavo afroamericano del siglo XIX convertido en abolicionista y reformista social. Por eso su admonición final, no exenta de cierta nostalgia y levantada sobre los hombros de quienes en algún momento utilizaron su poder colectivo para obtener justicia social, podría resonar de un modo inquietante para quienes ven en tipos como Paul Staines un modelo a imitar. El Establishment, dice Jones, haría bien en tomar nota de la historia. «Cada época vive el espejismo de creerse permanente. Los mismos opositores que, en un momento dado, parecían risiblemente irrelevantes y fragmentados pueden experimentar cambios repentinos de fortuna. Ese sentido común que tan en boga está hoy en día puede convertirse mañana en un sinsentido desacreditado, y con una rapidez sorprendente.» 

Decía Milton Friedman que «solamente una crisis, ya sea real o percibida, produce un cambio real. En esos momentos, añadía uno de los padres de la Escuela de Economía de Chicago, «lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable.» Sería una ironía más de la Historia que estas mismas palabras se volvieran en contra de quien las pronunciara después de haber triunfado. Lo que está claro, y el libro no hace sino ahondar esta impresión, es que las «Furias de los intereses privados» no lo van a poner fácil.


[Publicado originalmente en fronterad]