El 'Eurofighter' fue uno de los participantes en el Festival Aéreo de Torre del Mar. Coste estimado por unidad: 87.000.000 €. Coste hora de vuelo (2010): 43.000 €. |
Con frecuencia tendemos a juzgar los hechos antes juzgando
directamente a las personas que los producen que por su valor per se. Esto es,
tras saber quién está detrás. Y así las cosas pasan a ser positivas o
negativas, moralmente buenas o malas dependiendo de quien las ejecute. Es algo
que observamos continuamente en la política y a lo que solemos referirnos
aludiendo a la célebre “doble vara de medir”. No hay más que atender a la sincrónica
reacción producida esta semana ante el “caso Echenique” y la imputación del PP
y la dispar respuesta dada a uno y otro suceso por unos y otros para
comprobarlo. Pero ahora, más que a la costumbre de exagerar los presuntos vicios
de los extraños, minimizando los de los propios, hablo de ese tipo de inversión
que supone categorizar como óptimo aquello que de haber sido protagonizado por
el contrario no tendríamos ningún problema en calificar como deplorable.
Los ejemplos están a la orden del día, pero para el caso prefiero
centrarme en un ejemplo concreto de mi pueblo. En Torre del Mar, durante estos
días, se está celebrando un festival aéreo que está en boca de todo el mundo
(sería imposible que fuera de otro modo habida cuenta de su ineludible
visibilidad -y sonoridad-). La localidad, animadísima de por sí en estas
fechas, está abarrotada y muchísima gente está encantada de ver a tiro de playa
las piruetas de esos magos del aire, de ver las terrazas y playas llenas, de
ver el nombre de su pueblo –avivando sentimientos de orgullo, desagravio y
pertenencia– acaparando titulares en los medios de comunicación.
Durante estos días he hablado con muchas personas de este
evento y me he encontrado con percepciones diversas, pero si algo me ha
sorprendido (es una forma de hablar) es la manera en que muchos de esas
opiniones se veían condicionadas por la cercanía/simpatía hacia los
responsables de la organización del festival, esto es, por el color político.
Esto no sería demasiado llamativo si no fuera por el hecho de que en ocasiones
me he encontrado a determinados individuos esgrimir argumentos que en principio
parecían socavar su propia visión del mundo.
Descubrir cómo esas identidades fuertes que el resto del año
y desde hace años construyes, se pueden desconectar por unas horas, abriendo la
puerta a sub-identidades o lealtades de ¿segundo? orden, pero tanto o más
intensas que las otras, siendo humanamente comprensible, me parece algo más que anecdótico y, lo
reconozco –contradictorio como todos- personalmente descorazonador.
De repente, como si existiese dentro de cada uno de nosotros
un interruptor que pudiese encender o apagar a voluntad nuestra conciencia, el ecologista que llevas dentro huye de tu ser. Ese ruido no genera estrés
ni en los animales ni en las personas; ese humo no contamina la atmósfera ni
contribuye al calentamiento global. Sale de tu cuerpo también el aguerrido pacifista.
Ya no sientes que esos aviones sean como aquellos que colaboran a la hora de
bombardear a población civil en Libia o Siria ni entiendes que su producción
ayude a alimentar al complejo industrial-militar. Por supuesto, ya dejan de
molestarte las enseñas y símbolos que por lo general solo te producen
hostilidad o mofa, ya no hay cosas más apremiantes a las que dedicar el dinero y
hasta esa masa que comúnmente tachas de aborregada y servil por entontecerse
delante del televisor viendo un partido de fútbol pareciera incluso haberse
vuelto sabia. El idealista se ha vuelto un pragmático. Y esto, que es lo
tremendo, por la sencilla razón de que son los “tuyos” quienes lo hacen
posible.
Esta lógica, evidentemente, funciona en sentido contrario. Y
a quienes se les desconoce conciencia ambiental, supeditan cualquier otra
variable al afán de lucro y por lo tanto no desprecian nada de aquello que a
corto plazo pueda generar “riqueza”, aquellos
guardadores de las esencias patrias embebidos de ardor guerrero, sí, esos
mismos que se ufanan de no entender de política pero siempre van a votar y a
votar lo mismo, se cuidan aunque sea con la boca pequeña de encontrar de forma inopinada algún “pero” en
forma de falta de aparcamientos, ensalzando el sagrado derecho al descanso que desconocen cuando se trata de celebrar sus fiestas "privadas", o calculando "cuánto nos va a costar todo
esto", todo para finalmente, especialmente cuando ven que la cosa “funciona”, dedicarse a acusar
a los otros, a los que ahora mandan, de intentar patrimonializar lo que es de
todos inventando sofisticadas o chapuceras fórmulas de victimización. El pragmático
se ha vuelto un idealista. Y todo, porque no eran los “suyos” los que habían
tenido la idea.
Por supuesto, entre ambos extremos caben muchas actitudes,
incluyendo las de quienes se limitan a disfrutar o repudiar el espectáculo por
lo que este les dice o deja de decir, en función de su concepción estética, de
sus valores, prioridades o intereses más o menos inmediatos. En estos casos,
las preferencias políticas que finalmente orientarán el sentido del voto (al
menos idealmente) tienden a construirse a partir de la evaluación de los hechos
y no al revés. No hay que buscar, por
tanto, el logotipo en el cartel, deletrear el nombre de las autoridades, para saber
si lo que tenemos antes los ojos debe satisfacernos o desagradarnos. No hay que
pensar en quién para acertar. Irreflexivos “me gusta” y “no me gusta” sumados a
constructos intelectuales más o menos elaborados formarían parte de esta tierra
media de visiones y opiniones que en todo caso se moverían en una escala que
iría de la adhesión incondicional y entusiasta hasta la reprobación sin matices
con independencia de la propiedad de la mano que ha echado a rodar determinada
piedra ladera abajo (o cielo arriba).
De todo lo anterior, en cualquier caso, me quedo con lo necesario
que sería aplicar una especie de teoría de la justicia al margen de nuestros
intereses particulares y utilitarios, que nos obligara como ciudadanos, por
seguir con la imagen rawlsiana, a situarnos tras un velo de ignorancia desde
el que relacionarnos con la realidad, interponiendo de este modo (no he de
insistir en la candidez de la propuesta) cierta distancia crítica entre hechos
y hacedores, entre la decisión y quien la toma. No se trata en ningún modo de
alcanzar una supuesta e inalcanzable objetividad, sino al menos de insuflar ciertas
dosis de mesura y responsabilidad (de coherencia, si se quiere) a nuestras
múltiples pasiones e identidades. No hacerlo, me temo, nos conduce a una conversación
imposible en la que la falta de asideros en que se traduce esta capacidad para
creer al mismo tiempo una cosa y la contraria convierte en más difícil todavía nuestra
ya de por sí maltrecha convivencia. Si a partir de ahí, fuésemos capaces, en la senda trazada por Günther Anders, entre otros, de racionalizar nuestras experiencias, de ir más allá del mero espectáculo y de comprehender al servicio de qué está hecha la técnica que consumimos y que a la vez nos constituye, cómo, mediatizados por toda una suerte de mecanismos de seducción, somos incapaces de imaginar los efectos de nuestras acciones, tal vez pudiéramos estar a tiempo de accionar el freno de emergencia y reorientar el rumbo. Pero esto ya es otra historia.
P.S.: Ah, por cierto, y a quien se pregunte: “Vale, muy bien, ¿pero usted qué piensa del festival de marras?, le contestaré con la respuesta corta. Por defecto, me opongo a todo aquello que haga sufrir a mis perros. Sí, es, egoísta, carece de validez universal, e incluso es irracional. Pero si yo no defiendo a los “míos”, quién lo va a hacer, ¿verdad? Además, la respuesta larga (la “colectiva”, la “común”) conduce al mismo sitio, solo que por otros –largos y tortuosos- derroteros. Tiempo habrá.
[Nota: esta reflexión, como todas las vertidas en este blog,
es estrictamente personal, y no representa a nadie más que a su autor].