El pasado lunes nuestro círculo quiso sumarse a la campaña
contra la pobreza energética impulsada por la secretaría de Sociedad Civil de
Podemos. Nos parecía que ante la llegada
del invierno no podíamos quedarnos impasibles frente a la situación de extrema
vulnerabilidad en la que viven millones de personas al tiempo que la factura de
la luz y los beneficios de las eléctricas no paran de crecer. La idea de
visibilizar a las víctimas y de señalar a los verdugos de tal situación, fue, por lo
tanto, bien acogida y pensamos en convocar una concentración en Torre del Mar e
instalar una mesa para acercar a nuestros vecinos esa información que rara vez
aparece en los titulares de los grandes medios de comunicación. Sin embargo, un
imprevisto se cruzó entre nuestras buenas intenciones y nuestro objetivo. Por
mor de la entrada en vigor el pasado 1 de octubre de la nueva ley de
Procedimiento Administrativo, la comunicación del acto remitida a Subdelegación
se quedó en el limbo y cuando –viendo que no llegaba la autorización– quisimos
reaccionar estábamos dentro del plazo preceptivo de diez días para cursar el
escrito. De nada sirvió argumentar que
habíamos enviado un primer fax en tiempo y forma. El cacharro había sido
apagado y no había motivo que justificara la urgencia de solicitar por el
conducto reglamentario –el registro electrónico– la autorización para un acto
de estas características.
Evidentemente nos llevamos un chasco. Habíamos impreso ya
las octavillas, el acto había sido convocado públicamente y hasta algún medio
local, cosa infrecuente, se había hecho eco de la iniciativa. Pero he de reconocer que algunos
interiormente respiramos con alivio. ¿Y esto? Pues por la sencilla
razón de lo que estaba llamado a ser un fracaso, esto es, una concentración que
no habría reunido en el mejor de los casos más que a unas decenas de personas en un paseo en el que caben
5.000, terminó resultando un éxito, al congregar a una decena de elementos "subversivos". Me explico. Tras informar
internamente de lo que había sucedido –no quisimos disuadir a quien se hubiese
enterado por los medios o por nuestras redes sociales, de modo que oficialmente el acto no se desconvocó-, asumimos que seríamos algunos menos los asistentes, pero
conseguimos reunir a unos pocos de los “imprescindibles” para hacer acto de
presencia aunque fuese con carácter simbólico y de paso repartir furtivamente algunas
octavillas y atender a quien fuese que hubiese decidido acudir desconociendo la
chapuza burocrática reseñada. De este modo pudimos convertir en algo entrañable
lo que de otro modo, aunque previsible, solo habría generado frustración.
Llegados a este punto, no podemos avanzar sin preguntarnos por qué estaba condenada la
concentración al fracaso. Al fin y al cabo, ¿no estamos de acuerdo en que la
pobreza repele a cualquier persona con capacidad para desarrollar empatía por
los demás, ya sea por analogía con situaciones vividas de cerca o en abstracto?
¿No tiene la gente suficiente información acerca de los abusos de las
eléctricas, de las puertas giratorias, etc.? ¿Y no podría decirse que el
sentido común mayoritario consideraría la cláusula: “Las eléctricas nos roban
con el permiso del Gobierno”, como diría Echenique, una “verdad del
pueblo de tipo 1”, esto es, de esas que generan
adhesión en torno al que se atreve a amplificarlas en público y ponen por tanto
en peligro el sistema de privilegios? Si además sabemos que en
Granada el pasado domingo se citaron más de 50.000 personas para denunciar la
fusión hospitalaria, o que la razón por la cual el TTIP no ha sido aprobado
todavía es gracias a la acción de la ciudadanía particularmente del norte de
Europa, esto es, si sabemos que el "protagonismo popular" es más que un eslogan, ¿a qué este
pesimismo que nos llevaba a augurar que en un municipio de 80.000 habitantes
con una tercera parte de su población en riesgo de exclusión social, apenas un
puñado de personas se reunirían para mostrar su repulsa ante esta lacerante
injusticia?
Dejemos a un lado como posibles causas el hecho de que
evidentemente existe una parte de la sociedad a la que le trae sin cuidado lo que le
pasa al prójimo (esa parte que piensa que los inmigrantes tienen que irse a su
país y que la gente es pobre porque quiere); descartemos el hecho de que otra mucha
gente pudo no haberse enterado dados nuestros limitados medios de difusión;
descartemos la mala hora (las 5 de la tarde) y la falta de disponibilidad de
una considerable fracción de las personas que pudieran haber estado interesadas.
Bien, ahora: ¿por qué una concentración convocada por un círculo de Podemos en
un municipio como el nuestro para pedir la prohibición de los cortes de suministro eléctrico en
invierno no podía salir “bien”?. En mi opinión, más allá de que existan cosas
que seguro que podríamos haber hecho mejor, se mezclan varios factores, no
siendo el menor la falta de una conciencia de movilización por parte de nuestra
sociedad, que hace que casi siempre seamos los mismos en todas las
manifestaciones que tengan que ver con la pérdida de derechos de colectivos en
ocasiones muy amplios, de millones de personas, con independencia de quien
realice el llamamiento.
Esta situación, se evidencia de manera muy particular
en ciudades pequeñas y pueblos como Vélez-Málaga, grandes pero muy dispersos, donde,
a diferencia de Madrid o Barcelona, solo pueden verse juntas a más de 100 personas
en la calle con motivo de alguna fiesta popular.
Pero junto a esto, que merecería una reflexión más sosegada, existe una parte
de responsabilidad que concierne al convocante. Una parte de la misma deriva de
la percepción que tienen de nosotros y que está configurada por la imagen que
proyectan los medios, desde luego. A este respecto, para mucha gente seguimos
siendo esos extremistas que van a quitarles la segunda vivienda, freírles a
impuestos y, en definitiva, a sumir el país en el caos. Otra parte, no pequeña, tiene que ver con el hecho
de que Podemos podrá ser el partido más horizontal y democrático del mundo,
pero por más atributos que le peguemos no dejará de ser un grupo de personas unidas con el fin de promover, mediante sus esfuerzos conjuntos, el interés nacional, sobre la base de algún principio particular en el que todos ellas coincidan", por seguir la clásica y, como todas las demás, incompleta definición de partido de Burke. Y este sambenito, que por sí solo
ya genera enormes reticencias entre la población (con base o sin ella, para
muchos ya integramos el “todos son iguales”), en nuestro caso se agrava por la inconveniencia que
supone relacionarse, no digamos en público, con los moraos. Quienes dependen (o
aspiran a depender) para su subsistencia del poder local, o simplemente
aquellos profesionales que intentan sacar adelante sus pequeñas
empresas –gente toda esta a la que convendría no criminalizar, pues son en
primer lugar víctimas de un estado de cosas en el que salir adelante sin participar
de alguna u otra forma de clientelismo es casi una heroicidad– saben, con
buenas razones, que socialmente no está bien visto juntarse con quienes
amenazan el statu quo. Y en tercer lugar, Podemos, por mucho que nos
duela, tiene el “músculo militante” agotado. Y lo tiene porque ese órgano está
formado por personas que se cansan y que sufren el desgaste lógico de más de
dos años corriendo sin llegar a haberse atado los cordones. Por eso, tras varios
procesos electorales externos e internos que han sometido a un enorme estrés
físico y emocional incluso a los militantes más motivados, pretender lanzar a una
ofensiva callejera a la organización –cuando los escasos círculos que funcionan
con cierta regularidad carecen de los mínimos recursos, y no hablo solo ni principalmente
de los económicos, necesarios para desarrollar su actividad– parece tan poco
realista como suponer que el tono con el que hable cada uno va a condicionar
significativamente nuestras expectativas electorales. Especialmente cuando se
extiende la sensación (sobre esto volveré más adelante) de que nos tratan como
a peones de una partida que se juega en otro sitio.
Dicho todo esto, se preguntará quien haya tenido la
paciencia de llegar hasta aquí, a qué venía entonces lo de sumarse a la concentración
del pasado lunes sabiendo que iba a ser un “fiasco”. Podría responder
taxativamente que por el mero hecho de que era necesario y justo. Y no faltaría
a la verdad. Pero sería una respuesta incompleta si no añadiera seguidamente
que es porque se enmarca dentro de la línea del trabajo que venimos desarrollando en el último año y medio. Un trabajo, lo reconozco, que tiene más de intuitivo que de proyección teórica y que no obedece a ningún recordatorio ni toque de rebato, sino al convencimiento
de que, con independencia de asumir que la vía de la movilización es angosta, solo
a través de una cadena continuada (y coherente) de acciones en muchos terrenos podremos
ir permeando poco a poco en nuestro entorno a través de una labor constante de irrigación. Por eso salimos a la calle
regularmente para informar del TTIP, del mundo rural o de políticas de
igualdad. Por eso nos sumamos a las concentraciones en defensa de los derechos
de las personas migrantes o nos manifestamos el 1º de mayo. Y por eso no hemos parado de organizar, con más o menos éxito, ciclos de charlas, docufórums y encuentros populares. Porque más allá de
que los ríos se compongan de gotas, es necesario que haya rostros detrás de los
lemas. Y más importante aún, porque esto nos da la oportunidad de conocer un
poco mejor a nuestros vecinos, de escucharles y ser escuchados.
Para mí esta es solo una parte de eso que llaman “estar en la
calle” y que solo puntualmente coincide con el hecho de participar de una
marcha o algo parecido. Y digo “estar” y no “volver”, porque nunca nos fuimos.
Desde que un día decidimos que ya era hora de dejar de
mirarnos el ombligo enredados en debates circulares y proclamaciones solemnes
que no conducían a nada, que empoderarse y ser útiles era algo más que hablar del Nuevo Orden Mundial y que había empezar a hacer política de verdad, política de proximidad –no sindicalismo,
no asociacionismo, actividades laterales a las que algunos también consagramos
parte de nuestro tiempo-, tuvimos claro que ni podíamos limitarnos a repetir las
consignas que nos llegaban fabricadas ni podíamos hacer de las redes
sociales –a las que también les damos especial relevancia dada la penumbra, decir 'apagón' sería demasiado, informativa en la que nos desenvolvemos- el motor de
nuestra actividad. La otra parte de ese “estar en la calle” tiene que ver con
la necesidad de recabar las demandas de la ciudadanía, ya fuese organizada o a
título particular. Por eso hay que estar con E., para saber qué pasa con su
casa; con F., para ver por qué no tiene derecho a esa ayuda; con C., para que
nos cuente cómo se están cargando ese paraje que es la razón de su vida. Y aquí
también hemos probado el amargo sabor de comprobar, por las razones
anteriormente esbozadas, cómo algunos de esas personas o colectivos a los que
pretendíamos tender la mano se mostraban esquivos o nos daban la espalda. Con todo su derecho.
Afortunadamente, no siempre ha sido así y entre las grandes
satisfacciones que este periodo nos ha dado, se encuentra la de haber
contribuido a solucionar algún problema real. Poca cosa, es cierto, para un partido que en un ataque de responsabilidad -hablo ahora específicamente de nuestro círculo- decidió no presentarse a las pasadas elecciones locales, pero suficiente para saber que sí se puede. Pienso en la situación del Conservatorio de Torre del Mar, que demandaba un
profesor y medio para poder evitar que sus jóvenes alumnos tuviesen que desplazarse cuarenta kilómetros para continuar sus estudios (lo que obligaba a muchos a abandonarlos), tal y como les habían
prometido la Junta de Andalucía y el Ayuntamiento, y que en parte –pues el
mérito le corresponde en un 99% al colectivo de madres y padres del centro– gracias
a nuestra intervención y al trabajo de mediación con otras fuerzas desarrollado
por nuestros diputados autonómicos, pudo encontrar una salida favorable. En
este caso, la secuencia fue completa. Pues tras manifestarnos junto al
colectivo, apoyarlo públicamente y tomar nota de sus demandas, pudimos llevar
el asunto allí donde en última instancia se solucionan los problemas.
Se trata el anterior de un ejemplo minúsculo que demuestra cuán
simplificadora es esa dicotomía entre calles e instituciones que tanto ha dado
que hablar en los últimos tiempos y que no sabemos si servirá para cavar
trincheras en la sociedad civil, pero que corre el riesgo de abrir una
absurda grieta dentro de Podemos. Leyendo la cantidad de tuits y artículos
aparecidos en las últimas semanas a este respecto no pude evitar acordarme de
un pasaje de En defensa del populismo de
Carlos Fernández Liria que creo oportuno refrescar aquí:
“Hay quien dice desde la izquierda que las instituciones son un peligro y que lo
que hay que hacer es estar en la calle. Eso está muy bien y, desde luego,
cuando se está en las instituciones hay que seguir en la calle. Pero conviene
recordar que lo de estar en la calle no tiene nada de nuevo. Llevamos dos
décadas en la calle. Ha habido años que hemos tenido una manifestación o dos a
la semana, una huelga o dos al trimestre. Volvíamos a casa contentos porque
habíamos sido muchos, y cabizbajos porque no nos habían hecho ni caso. Y así
todo el rato. Lo nuevo no es estar en la calle, eso ya lo habíamos probado y lo
vamos a seguir probando, por la cuenta que nos trae. Lo que sí que es una
novedad es tener diputados, concejales y alcaldes en las instituciones. Eso no
lo habíamos ensayado demasiado”.
Las palabras del filósofo no impiden, más bien al
contrario, que haya que estar atentos ante cualquier dinámica de
oligarquización o de cartelización que terminen convirtiendo al partido, como bien advierte en este sentido Pablo Iglesias en una de las entrevistas más serias que ha ofrecido en los últimos meses, en una "trituradora de belleza". La segunda posibilidad (en la que se encuentra instalado el PSOE) es más difícil
que se dé a corto o medio plazo, aunque es cierto que de la primera (la burocratizante) ya han aparecido claros síntomas
que habría que contener antes que una lealtad mal entendida termine convirtiendo
la agregación de legítimas afinidades tácticas, estratégicas o ideológicas en
facciones y a los “séquitos triunfantes” –como diría Weber- en “grupos
completamente ordinarios de prebendados”, relegando de camino a los perdedores de la competición
y a los “no alineados” a los márgenes de la irrelevancia. Lo que costaría
trabajo entender, por lo tanto, es que en un año y pico –no importa cuán
frustrante pueda resultar la demoníaca lógica institucional– nos hubiésemos
cansado de los sillones cuando
estamos a gran distancia aún de haber adquirido la capacidad necesaria para
poder plantarle cara indoor a las
maquinarias de los hoy todavía dos grandes partidos. Equivaldría regalarle a un
PSOE que se desmorona un papel de primera fuerza de la oposición que la calle
no nos va a dar aun cuando en vez de movilizar a un 1% de la población
consiguiéramos arrastrar a un 5.
Podemos, en este sentido, debe aspirar a ser ese partido “anfibio”,
como lo ha definido Errejón en feliz expresión,
que actué de modo permanente de correa de transmisión entre un
palpitante “afuera” y un laberíntico y agotador pero fundamental “adentro” . Pisar asfalto o tierra, por un lado, y
pisar moqueta, por el otro, no pueden ser vistos como campos separados a menos que lo que
pretendamos en última instancia es convertirnos más bien en un partido “bífido”
en el que todo lo dicotomicemos en torno a cómodas etiquetas: radicales/moderados;
duros/tibios; Bruce
Springsteen/Coldplay; puño/V de victoria; camisa de cuadros/chaqueta; Hacemos/Vamos;
Iglesias/Errejón... Aprender que todas las batallas forman parte de una misma
guerra es aprender también con la encomiable PAH, no solo que es necesario
tener a un pueblo detrás que empuje (la cuestión que aquí no cabe siquiera
esbozar es cómo se construye ese
pueblo ni si virando en un determinado sentido no nos estaremos poniendo las
cosas más difíciles a nosotros mismos y, por lo tanto, a quienes están
esperando que les ofrezcamos soluciones), sino cómo cientos de miles de firmas se pueden ir
por el desagüe si no articulamos las mayorías suficientes allí donde un minoría
toma las decisiones. Mirarse en el espejo de Ada Colau a este respecto tal vez
no sea mala cosa. Saber que hay que estar a las puertas de los CIE, pero que, con
toda su fuerza icónica, ahí solo empieza todo. Tener claro que la ética de la
convicción si no viene acompañada la
ética de la responsabilidad, no solo no nos llevará a la victoria –victoria que
siempre será provisional y precaria, no lo olvidemos-, sino que representa un pasaporte
seguro a la melancolía.
Por eso, si me preguntaran si volvería a salir a protestar
contra la pobreza energética diría que sí, que sin dudarlo. Del mismo modo que si tuviera que opinar sobre la necesidad de que nuestros cargos públicos estén en los conflictos, diría que también, por supuesto. Cada uno, a su escala, está ayudando a visibilizar las injusticias, a crear conciencia y a tonificar el cansado músculo popular, fortaleciendo la única alternativa de cambio que existe en el país. Pero al mismo tiempo hay que ser conscientes de que la calle respira de un modo diferente a como lo hace una
militancia que, cual Ulises ante la isla de las divinas Sirenas, está llamada a
ser tentada una y otra vez por la mística revolucionaria. Pretender avanzar buscando cobijo en los puertos, solo por conocidos, seguros puede parecer audaz en un primer momento, pero esta actitud no llega a esconder en ningún caso lo que tiene de huida. Mantener el norte en esta encrucijada será más fácil si tenemos en cuenta, como escribió hace unas semanas un compañero, que lo
revolucionario es ganar la normalidad.